Tiempos postnormales

Dedicado a Jordi Sierra del Pino, prospectivista y amigo

El mundo ha cambiado mucho en las últimas décadas. Además de la tecnología, aspectos sustanciales de la vida (laboral, social, cultural, económica, política, individual, etc.) son muy diferentes. Como nos situamos en nuestra historia y nos reconocemos en ella, cualquier intento de pensar el futuro hace inevitable comparar ahora y antes, presente y pasado. Para mí esto significa contraponer el estado actual del mundo (cuando ya enfilamos el final de la segunda década del siglo XXI) con la época en que mi generación se inició en la arena pública y profesional. Comparar tiempos y situaciones y constatar diferencias es un instrumento habitual que pensadores muy importantes utilizan para analizar y describir cambios y tendencias. Como resultado de estas reflexiones se han acuñado conceptos de referencia para describir el mundo actual, como «modernidad líquida» (Zygmunt Bauman), «sociedad del riesgo» (Ulrich Beck) o «sociedad de la incertidumbre» (Daniel Innerarity).

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Ziauddin Sardar. Fuente: Wikipedia

Yo encuentro particularmente interesante la formulación «tiempos postnormales» del pensador británico de origen paquistaní Ziauddin Sardar.[1] Editor de la revista Futures, dedicada a los «estudios de futuros» (así, en plural, porque el número de futuros pensables y potencialmente posibles es indefinido), Sardar no hace futurología con una bola de cristal sobre una mesa camilla en una habitación en penumbra, sino que trabaja en ámbitos abiertos como ciencia y relaciones culturales, prospectiva y pensamiento islámico, siendo un académico internacional de prestigio. La expresión «tiempo postnormal» proviene del concepto «ciencia postnormal«, que fue introducido en la década de 1990 por el filósofo de la ciencia Jerry Ravetz (originariamente estadounidense pero nacionalizado británico al serle retirado el pasaporte por el macartismo) y el matemático argentino Silvio Funtowicz, como nueva aproximación al uso de la ciencia en asuntos donde «los hechos no son seguros, los valores en disputa, los riesgos altos y las decisiones urgentes».[2] (Entre paréntesis, señalemos que esta frase parece especialmente idónea para la educación, donde la ciencia educativa «normal» posiblemente ya ha dado todo lo que puede llegar a dar —ahora parece que la neurociencia va en camino de convertirse en el próximo Santo Grial de la educación).

Tiempo postnormal hace referencia a la pérdida de confianza en imaginarios, conceptos e instituciones que sustentaban una normalidad genérica: la del sistema de vida del mundo occidental en las últimas décadas del siglo XX. Tal como señala Joaquim Prats haciendo referencia a una obra magistral de Tony Judt, estamos viviendo la extinción de tres grandes relatos que enmarcaban el imaginario social hasta no hace mucho: la narrativa de la cristiandad, la narrativa de la grandeza nacional y la narrativa del materialismo dialéctico.[3] El fracaso del comunismo, la caída del Muro y la desaparición de la Unión Soviética epitomizan la victoria del capitalismo y de las democracias liberales y de sus conceptos de seguridad y libertad, al precio de desproteger a los trabajadores del mundo occidental. La segunda mitad del siglo XX fue la época de la pax americana, una paz conseguida, es preciso señalarlo, al precio de innumerables conflictos y colapsos regionales y locales, de una carrera loca de los dos bloques geopolíticos para almacenar y amenazarse mutuamente con 50.000 bombas atómicas y de dedicar la mitad de los científicos mundiales a programas militares. El equilibrio global de poder, con todas sus injusticias e imperfecciones, mantenía un régimen de ley y orden efectivo en lugares privilegiados del planeta. Nosotros estábamos en la esfera de influencia de estos privilegios, si bien con carencias muy sustanciales debido a la dictadura. El sistema occidental, ganador del antagonismo Este-Oeste, fue considerado tan definitivo que algunos analistas, como Fukuyama, proclamaron que se había llegado al «fin de la historia» (y bien que se equivocaron).

En aquella época —que ahora parece muy lejana— gran parte de la ciudadanía confiaba en el aumento de la libertad personal, la mejora de la gobernanza de las instituciones, el reparto de los beneficios de la economía y el progreso continuado de las condiciones de vida generales de la población y de las relaciones internacionales. Todo ello en base a tres pilares: democracia parlamentaria, amplios niveles de bienestar de la población (desiguales y relativos, pero realmente sustanciales en términos históricos) y confianza en el crecimiento económico sostenido, a pesar crisis puntuales o cíclicas. Esta es, a grandes rasgos, la descripción de la normalidad.

La actualidad es bastante diferente y el mundo aparece, para los occidentales en especial, como un lugar mucho más incierto y peligroso. Hoy el ciudadano encuentra pocas cosas en que confiar o que le den seguridad. Todas las opciones de futuro le parecen incompletas y arriesgadas, cuando no caminos hacia el empobrecimiento o el abismo. Esto no es retórica: muchos de mi generación tememos que nuestros hijos y nietos no puedan prosperar más que nosotros, que disminuya el bienestar social, se restrinjan las libertades y hasta que el orden natural sufra un colapso de fabricación humana. (Precisamente los años 2016 y 2017 han sido los más cálidos desde 1880, cuando comenzó el registro de datos fiables.[3])

La normalidad se nutría de una serie de creencias concretas, formuladas básicamente como relaciones de confianza. La más asumida en términos psicológicos y culturales es la confianza en el progreso indefinido, la vieja idea volteriana de progreso que nos había acompañado desde la Ilustración, aunque con dramáticos altibajos. Sin embargo, ahora confiamos menos en el progreso y por tanto esperamos menos de la ciencia, no tanto por ella misma (que continua ampliando el conocimiento humano y abriendo posibilidades insospechadas) sino por la manera de emplearla y porque a menudo se nos presenta confusa, contradictoria, o incluso, en numerosas ocasiones, vendida al mejor postor. Así, se desconfía de sus usos sociales (por ejemplo, el uso desorbitado de antibióticos en personas y animales y de medicamentos en general) y de su administración política (alguien debía certificar como inocuas las explosivas prospecciones geológicas provocadoras de terremotos de la llamada plataforma Castor, por no hablar del fracking). La desconfianza en la ciencia aplicada aumenta cuando se constata que instrumenta atentados a las libertades, con vulneración de derechos de las personas (como la vigilancia electrónica indiscriminada y la interceptación de comunicaciones privadas) o porque plantea dilemas éticos (por ejemplo, la mefistofélica investigación dirigida a retrasar el envejecimiento, cuyos eventuales resultados beneficiarán a los más poderosos y alterarán la solidaridad intergeneracional e incluso podría alterar el ciclo de relevo poblacional). También influye en la visión pesimista de la ciencia el riesgo que para la sociedad y el medio natural tiene la gestión de instalaciones industriales y de infraestructuras con un alto componente científico y tecnológico. Al respecto basta recordar el desastre de Fukushima. ¿ Como es posible que Japón, un país enormemente competente, con experiencia en emergencias de origen natural y con planes para hacer frente a terremotos y tsunamis, permitiera seis centrales nucleares concentradas en una misma planta sin prever la concurrencia de una catástrofe natural con un accidente nuclear?

Además de la rotura de las relaciones de confianza, la postnormalitat actual se nutre de la sucesión y el solapamiento de crisis de dimensiones internacionales, imposibles de esconder y de permanecer ajenos a sus efectos. Estas crisis son instantáneamente difundidas por las industrias globales de comunicación, manipuladas políticamente y aprovechadas por intereses concretos con la finalidad de obtener beneficios de las mismas. Es preciso reconocer que este siglo está siendo movido en este sentido. Sin pretender inventariarlas, no está de más recordar que lo estrenamos con una crisis internacional de seguridad (la destrucción de las Torres Gemelas en 2001 y las posteriores guerras sin fin de Irak y Afganistán). Hemos sufrido alertas sanitarias globales: gripe aviar iniciada en Asia en 2003, pandemia de gripe porcina de 2009, brote de ébola en África occidental en 2014 con episodios posteriores, estallido del virus Zika en Brasil el 2015 y su posterior dispersión planetària. Ha habido crisis sistémicas en alimentación (enfermedad de las vacas locas, con más de 160 personas muertas y más de 4 millones de animales sacrificados, sólo en el Reino Unido) y en energía (el barril de petróleo llegó a costar cerca de 150 dólares en 2008, casi provocando el colapso económico). Han surgido o se han acentuado conflictos y acciones unilaterales agresivas entre Estados (Crimea, Ucrania o el caso del mar de China meridional y las islas Spratly, sin olvidar Corea) y ha aumentado la desconfianza mutua entre las grandes potencias y entre otras naciones, desconfianza que en particular afecta fuertemente la construcción europea (Brexit, Grecia y la UE, relaciones entre Turquía y Europa), una construcción que suponíamos garantizada hasta que en el 2005 sendos referendums en Francia y los Países Bajos tumbaron el proyecto de constitución europea.

La proliferación nuclear no se detiene a pesar de los tratados y tampoco lo hace la crisis climática y medioambiental (con el rechazo del Tratado de París por el trumpismo estamos perdiendo un tiempo irrecuperable y hipotecando las próximas generaciones de manera crítica e imperdonable). La mentalidad de que la naturaleza existe para ser conquistada y explotada ilimitadamente continúa arraigada en el pensamiento económico (véase la Nota de opinión El sabio Humboldt y la visión sistémica). En particular, la sobreexplotación y la contaminación han llevado a los océanos al límite (crisis de la pesca por disminución de efectivos, salvo la superpoblación de medusas, por calentamiento del mar).

En diversos países árabes entre 2010 y 2011 y en Turquía en 2013 tuvieron lugar protestas masivas en demanda de democracia y derechos sociales, protestas que no dieron los resultados deseados por sus promotores y que, de hecho, sirvieron para aumentar los niveles de represión y de reacción por parte de los Estados. Estas protestas pusieron de manifiesto la potencia convocante de las redes sociales y al mismo tiempo demostraron su incapacidad para alterar las instituciones del poder. Algo parecido se podría decir del movimiento de los indignados (15-M) en exigencia de una democracia más participativa. El caos de la guerra total en Síria y la aparición de un estado islámico de fronteras difusas, fundamentalista y antioccidental, proclive a las violaciones, los degüellos y las matanzas en masa, son acontecimientos que provocan innumerables víctimas, millones de desplazados y sufrimientos indecibles, y además tienen tremendas implicaciones regionales y mundiales. Aumenta el terrorismo de suicidas y bombas indiscriminadas y se añade el de atropellos y cuchilladas. A estos horrores hay que sumar la odisea de los refugiados (muchos de ellos ahogados en el mar o muertos en el desierto), el tráfico de personas, la persistencia de la esclavitud, las oleadas migratorias masivas y otros acontecimientos aterradores, como las mutilaciones genitales y los raptos masivos de chicas en África.

En el plano social, persisten el sexismo, la violencia y la discriminación de las mujeres, y entre los jóvenes se extiende el machismo y la prepotencia, precisamente cuando en el ámbito de la igualdad se podía pensar que se consolidarían los modestos avances de décadas anteriores. En la rica Europa existe un malestar civil con múltiples causas y focos, como se hizo evidente con los disturbios en las banlieues francesas y los motines del verano de 2011 en Inglaterra —Londres en especial—, que generaron caos, incendios, pillajes y víctimas mortales. Las drogas siguen haciendo estragos y en algunos países son un desastre nacional: en Estados Unidos murieron 64.000 personas de sobredosis en 2016.[5]

La lista de catástrofes, problemas, tensiones y conflictos se ha hecho larga y todavía no hemos hablado de la prolongada y no del todo cerrada crisis de las finanzas mundiales —desencadenada en 2008 por la quiebra de Lehman Brothers— y de asuntos recurrentes como la estabilidad de las monedas y la propia integridad del Euro, una moneda gobernada por el Banco Central Europeo, entidad que, en palabras de Jordi Serra, parece un banco de sangre gestionado por Testigos de Jehová.[6] Volviendo al tema principal de la desconfianza, parece innegable que la sociedad actual sospecha con razón de los grandes gestores de las finanzas, la economía y la empresa, porque muchos han secuestrado y expoliado las organizaciones para su propio beneficio. De dónde salen sino sus ingresos fabulosos? A primeros de enero de este año, un artículo del diario londinense The Times, nada sospechoso de izquierdismo, comenzaba así: «Estamos en el cuarto día laboral del año y este mediodía los jefes de la industria ya habrán cobrado lo que en promedio cobra un trabajador en todo un año.»[7] La especulación, llevada a unos niveles que avergonzarían Adam Smith, coloniza todos los ámbitos de la economía, incluida la agricultura, ámbito en el que los inversores han aprendido a obtener beneficios del hambre de la gente. La hambruna del Cuerno de África, particularmente aguda hace pocos años, no es sólo consecuencia de sequía, guerra civil y funcionarios corruptos, sino de los precios prohibitivos de los alimentos. Tal como explicava un artículo de Der Spiegel, que los pobres no puedan pagar los alimentos que necesitan para subsistir sólo es un mero «efecto indeseable del mercado».[8]

También es muy escasa la confianza ciudadana en los responsables de la planificación, de la gobernanza y de los organismos de control —es decir, la confianza en las élites que conducen los asuntos públicos— porque tenían que defender el bien común y tomar decisiones sensatas y equitativas, pero que en excesivas ocasiones han antepuesto sus sesgos e intereses, se han desentendido de su responsabilidad y no han actuado al nivel éticamente exigible. ¿Que hacían los altos directivos del Banco de España durante la gestación de la crisis bancaria?  ¿Qué hacía el Ministerio encargado de los asuntos de la vivienda durante los años de la burbuja inmobiliaria?

Las consecuencias de esta manera de hacer han sido devastadoras para las clases medias y populares. En 2011, en medio de lo más duro de la crisis financiera mundial, el premio Nobel de economía Paul Krugman explicaba que el déficit estadounidense y la crisis europea habían sido causados por la avarícia de las élites y no por el mal juicio de la gente normal y corriente.[7] Para Krugman, las políticas causantes de la crisis no se elaboraron para responder a demandas sociales sino que fueron dictadas para beneficiar determinadas élites, las cuáles, protegidas por su corte de expertos, pronosticadores y altos funcionarios nacionales e internacionales a sueldo, vendían la idea de que la gente corriente era culpable de la crisis por su descabellado afán consumista. Como si la interesada disponibilidad de crédito fácil y la enorme desregulación de la economía y las finanzas fueran responsabilidad de los propios deudores y los ciudadanos en general. Lo más grave posiblemente sea que estas duras lecciones no ha sido aprendidas. Quien pensara que el colapso económico serviría para producir un sistema más sostenible tiene motivos para estar desanimado, porque se ha continuado con el business as usual.

España es en medio de una crisis política enorme, que va in crescendo por muchos motivos entre los que destacan la abismal falta de ética en la vida pública, el clientelismo y el inmovilismo político, es decir, una permanente incapacidad de autorreformarse —a diferencia de otros Estados, como han puesto de manifiesto muchos analistas. Se vislumbra una gran crisis de las pensiones y, para más inri, la envejecida población española ve como el valor de los ahorros se desvanece. Pocas cosas hay tan postnormales como que los pequeños capitales de los ahorradores no sean retribuidos con unos modestos intereses y que, además, se tenga que pagar a los bancos por la «custodia» del dinero —bancos, recordémoslo, a menudo mal gestionados que han salvados con enormes inyecciones de dinero público. Siguiendo en la piel de toro, a la enorme dimensión del desempleo laboral se añade el paro agudo y sistémico que afecta a los jóvenes, muchos de los cuales nunca encontrarán un trabajo como es debido. En pocos países desarrollados el desempleo de la gente joven tiene esta dramática magnitud. Me atrevería a decir que en el caso español la dimensión de este problema es «ultranormal», propia de un Estado, de unos partidos y de unos agentes económicos y sociales que, unos por otros, de facto lo acentúan por ser incapaces de plantear la cuestión con la radicalidad necesaria (uso este término pensando en la radicalidad positiva de Beveridge. Véase la Nota: De la educación como servicio social). Afrontarla con fuerza requeriría, entre otras actuaciones, repensar a fondo el sistema educativo, algo prácticamente imposible por los intereses creados y porque el pensamiento estratégico brilla por su ausencia, no sólo en el ámbito político, sino también en estamentos intelectuales y universitarios.

Lo dicho parece suficiente para ilustrar la postnormalitat en que vivimos, que ciertamente se presenta más o menos acusada dependiendo de países y sociedades, según culturas políticas y estructuras sociales y económicas. Los conflictos y crisis mencionados se retroalimentan por la comunicación global en inglés como nuevo esperanto universal, para la circulación de información y de personas (así como de contaminantes, bacterias y virus), los transportes masivos de mercancías y commodities, y por todo tipo de transacciones a niveles local, regional y planetario. Con la globalización hemos entrado en una era que difiere de cualquier tiempo anterior por la escalera y la profundidad de las interconexiones, por la inmediatez de las consecuencias y la virulencia de las reacciones. Posiblemente influidos por estas nuevas realidades, los sistemas políticos de países hasta ahora considerados como indudablemente democráticos parecen contagiarse de una manera de hacer que dificulta llevar a cabo los debates abiertos, respetuosos, honestos y orientados al futuro que se necesitan para afrontar unas realidades y unos problemas complicadísimos. Se ha extendido el consumo social de trolls, fake news y alternative facts y cada vez más dirigentes políticos se sienten cómodos con la manipulación, la mentira y la intransigencia—y la absoluta falta de vergüenza. Basta con mirar los avances, impensables hace apenas unos años, de movimientos antidemocráticos, de políticos reaccionarios y de partidos xenófobos.

En conjunto, y con esto acabo, muchos ciudadanos conscientes piensan que estamos en un mundo donde muchas cosas parecen ir mal de manera concurrente, aunque ellos o ellas vivan bien y su nivel de satisfacción con la vida sea alto. Observan la realidad y la sufren con inquietud e impotencia. Si tienen suficiente edad para comparar, ven como el optimismo relativo de años atrás se ha desvanecido bajo la cascada de malas noticias y realidades adversas. Lo peor tal vez es que los ciudadanos no saben en quién ni en que confiar. En tiempos normales, se suponía que los dirigentes sabían que había que hacer para progresar, superar dificultades y resolver asuntos que iban mal. Se confiaba en que los fundamentos sólidos y las teorías demostradas de las disciplinas (economía, ciencias, ingeniería, etc.) servirían para identificar y aislar los problemas y que se aplicarían recursos materiales, intelectuales y políticos hasta llegar a soluciones viables. El peso y el poder de las ortodoxias intelectuales, académicas y políticas hacía confiar en que se sabría navegar el océano del cambio. Muy poco de todo esto parece tener validez hoy. Como dice Sardar, la complejidad, el caos y la contradicción son las fuerzas que impulsan y dan forma a un tiempo en que como sociedad no confiamos poder retornar al pasado que hemos conocido, ni tampoco estamos seguros de encontrar el camino para un futuro deseable y sostenible.

La visión de los tiempos postnormales planteada en este artículo puede inquietar, pero de hecho es más descriptiva que apocalíptica. Nada de lo anterior implica que no valga la pena tratar de vivir la vida con generosidad, intensidad y alegría, ni tampoco que nos tengamos que entregar al catastrofismo o al nihilismo. Hacerlo sería del todo inexcusable en educación, porque los chicos y las chicas de hoy no tienen experiencia personal de ningún tiempo anterior ni ninguna responsabilidad que el mundo sea como es. En cambio, sí que implica que debemos reconocer que los problemas del mundo —y en particular los relativos a la educación— son intrínsecamente complejos e interdependientes y que no admiten soluciones simplistas. También conlleva ser conscientes de la necesidad de avanzar por espacios no cartografiados. Todo ello nos hace recordar la perpetua necesidad de practicar valores antiguos, que nunca deberían pasar de moda, como generosidad, prudencia, humildad y determinación. Con este espíritu intentaremos hablar de educación en tiempos postnormales en un próximo artículo.

Ferran Ruiz Tarragó

@frtarrago

[1] Ziauddin Sardar (2010) Welcome to post-normal times. Futures 42, Elsevier.

[2] Post-normal science. https://en.wikipedia.org/wiki/Post-normal_science

[3] El artículo de Joaquim Prats “La última lección de Tony Judt” (Escuela, núm. 3905 (771), 12 mayo 2011) hace referencia al libro de Tony Judt “Posguerra: Una historia de Europa desde 1945” (Taurus, 2006), crónica monumental del continente europeo después de la Segunda Guerra Mundial.

[4] 2017 Was One of the Hottest Years on Record. And That Was Without El Niño. The New York Times, Jan 18, 2018.

[5] Drug Deaths in America Are Rising Faster Than Ever. The New York Times, June 5, 2017.

[6] Jordi Serra (2017) European Union’s Contradictions. A: Z. Sardar (editor) The Postnormal Times Reader. The Centre for Postnormal Policy and Futures Studies.

[7] Tom Knowles, The Times, Jan 4, 2018.

[8] How Global Investors Make Money Out of Hunger. Der Spiegel Online, January 9, 2011.

[9] The Unwisdom of Elites. The New York Times, May 8, 2011.

 

 

 

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