Tecnología es un término un tanto impreciso que se asocia a instrumentos materiales, a infraestructuras y a conceptos como innovación y desarrollo tecnológico. La envejecida pero todavía utilizada expresión «nuevas tecnologías» es un síntoma de esta ambigüedad. Puede pues ser útil intentar clarificar que con «tecnología» nos referimos indistintamente a tres niveles. El primero es el de los innumerables aparatos, artefactos y objetos físicos y digitales que pueblan nuestras vidas que requieren conocimiento para ser fabricados, como por ejemplo bombillas, plásticos, programas informáticos, neveras, audífonos, vehículos, aparatos de radar, ordenadores o ropa técnica para deportistas. En un segundo nivel de interpretación, tecnología hace referencia a actividades, procesos e infraestructuras, como la fabricación industrial de coches, smartphones o neumáticos, la transmisión intercontinental de datos vía satélite o los servicios digitales que permiten efectuar transacciones bancarias con apps de teléfono móvil. En tercer lugar, tecnología hace referencia a conocimiento aplicado, a lo que la gente sabe hacer utilizando los aparatos, servicios y sistemas de los dos primeros niveles. Por ejemplo, utilizar un ERP (Enterprise Resource Planning) para integrar todos los datos y procesos de una organización, utilizar un aparato de endoscopia para explorar el intestino de un paciente, seguir un itinerario con la ayuda de un GPS y, obviamente, escribir un artículo con un procesador de textos y publicarlo en la Web.
Desde un punto de vista práctico, las diversas ópticas de la tecnología sólo tienen sentido cuando se consideran conjuntamente. Una lámpara no sería nada útil sin un sistema de producción y distribución de corriente eléctrica y la necesidad humana de iluminar los lugares donde la gente trabaja y vive. Un lápiz (objeto) sólo es realmente un lápiz (tecnología) cuando una persona con un proyecto o una determinada visión en su mente (actor) lo expresa redactando un texto o haciendo un diseño (actividad o proceso). Una turbina eólica (aparato) sólo es tal (tecnología) cuando sirve para producir electricidad que se suministra a una red de distribución (proceso) al servicio de lo que las personas quieran hacer con ella. Esta interrelación de instrumentos, procesos, organizaciones, contextos y personas pone de manifiesto la imbricación sistémica de los aspectos individuales, sociales, culturales, económicos, técnicos y también políticos de la tecnología.
En resumen, «tecnología» es el ambiente operativo en el que se desenvuelve la sociedad. Simplemente, es como las personas hacen las cosas en un contexto y un momento determinados, y, como tal, dinámico. Ahora escribimos con ordenador y antes se hacía con pluma y tinta en un pergamino o con un punzón sobre una tabla de arcilla. Ahora hablamos por teléfono desde cualquier lugar cuando no hace mucho teníamos que utilizar un aparato conectado a un cable en un lugar fijo. Pulsamos un interruptor y se enciende la luz, cuando antes nos iluminábamos con candiles, velas y antorchas. Ahora vamos en avión a otros continentes en unas pocas horas cuando antes sólo se podía hacer por tierra o por mar, empleando mucho tiempo y con grandes incomodidades y peligros. Todo esto es tecnología.

Gideon Sundback ―actualmente un perfecto desconocido―patentó la humilde cremallera (Separable Fastener) en 1917, ¡hace tan sólo un siglo! Inicialmente, este invento sensacional fue utilizado por la U.S. Navy para aislar mejor los marineros de los fuertes vientos del mar, y poco más. No sería hasta los años 30 que se empleó en la ropa de niños y, por fin, en 1937, los diseñadores franceses la consagrarían definitivamente al incorporarla a la bragueta de los pantalones masculinos. La technologie à son meilleur. [1]
Al realizar una acción tan ordinaria como abrir el grifo y ducharse con agua caliente (una de las tecnologías más maravillosas que puedo imaginar), ¿alguien tiene presente que esto, hace unas pocas décadas, era impensable para la inmensa mayoría de la gente? Cuando alguien va a un hotel, ¿pregunta si la ducha de su habitación es de agua caliente? Evidentemente, no, ni se le pasa por la cabeza. Cuando vamos al dentista no le preguntamos si usa anestesia local. Damos por supuesto que emplea la tecnología (los docentes dirían los «recursos») de nuestro tiempo. Insisto, pues: La tecnología es la manera sistémica que tenemos de vivir y de hacer las cosas. Está íntimamente imbricada en los imaginarios individuales y sociales y nadie ni nada queda al margen. Ni tampoco tiene sentido prescindir de ella arbitrariamente.
Con ello llego a la cuestión de fondo que me preocupa en este artículo: ¿hasta qué punto el sistema educativo puede responder tibiamente, obviar o incluso ―en algunos casos― menospreciar la forma en que se trabaja y se hacen las cosas en la sociedad actual?
Centremos este tema mirando un poco el trasfondo histórico. Las tecnologías se han desarrollado con la intención de obtener resultados concretos, relacionados con los problemas, necesidades, posibilidades, oportunidades, recursos y conocimientos de cada contexto y momento. Con ellas se ha pretendido obtener ventajas productivas, económicas y militares, poner instrumentos al servicio de la exploración y del saber, aumentar el control del entorno y mitigar la debilidad del ser humano frente a los imprevistos y las fuerzas de la naturaleza. Las tecnologías han permitido reducir el peligro y la penosidad del trabajo, mejorar las condiciones alimentarias, de vivienda, higiene y sanitarias, cuidar la salud y elevar el nivel de confort en la vida de las personas. Desde el siglo XVIII la misma idea de progreso está ligada al desarrollo tecnológico. La Ilustración condujo la civilización occidental a combinar la ciencia, la tecnología y la organización social para mejorar la condición humana y a la vez resaltar el valor de la vida individual, que dejó de estar necesariamente supeditada a la creencia en un destino desconocido tras la muerte. La trascendencia, directa e indirecta, de la tecnología en la vida y en la sociedad es ingente. John Bury, en The Idea of Progress (1920), afirmaba que «Los ideales de libertad y democracia, que poseen su propia, antigua e independiente validez, adquieren nuevo vigor cuando se relacionan con el ideal de progreso», añadiendo que «la obligación hacia la posteridad aparece como corolario directo de la idea de progreso». [2] No cabe duda de que la apelación simultánea a la posteridad y el progreso debería ser especialmente relevante para las personas que se dedican a la educación. Por tanto, la tecnología también tendría que serlo.
Es preciso observar que a lo largo de los tiempos, individuos, grupos, organizaciones y sociedades han ido generando tecnologías con el resultado invariable que lo que han conseguido no se limita a los efectos inicialmente deseados o previstos. Se han obtenido resultados distintos de los previstos por motivos como la aparición de aplicaciones inesperadas y potenciales insospechados, por la modificación de las interacciones entre individuos, organizaciones y entorno, y, además, por la generación de cambios en el contexto, el medio ambiente e incluso en la demografía.
El primer plástico d’uso comercial ―el celuloide, patentado en 1870― es un ejemplo de esto. El celuloide se creó para sustituir el caparazón de tortuga y el marfil, producto muy escaso en Estados Unidos, en artículos ornamentales y pequeños objetos de uso común. A pesar de su inflamabilidad, este material se convertiría en un producto esencial para el desarrollo de la cinematografía, tecnología con inmensas implicaciones artísticas, culturales, sociales, económicas y políticas. La baquelita y posteriormente muchos otros plásticos, por su facilidad de producción y de manipulación, bajo coste y resistencia a la corrosión, reemplazarían materiales como metal, madera, tela, vidrio y papel en infinidad de procesos industriales y productos de consumo. Estos procesos y productos han marcado nuestra civilización y al mismo tiempo han alterado profundamente el medio ambiente, creando el pavoroso problema ecológico de contaminación de tierras y océanos y de perturbación de cadenas tróficas que tenemos hoy.[3]
Otro buen ejemplo de la universalidad de la tecnología, más cercano al campo educativo, procede de la mística de Internet. Tim Berners-Lee, empleado del centro europeo de física de altas energías (CERN) de Ginebra, donde tenía un contrato como consultor de software, escribió un programa informático ―al que llamó Enquire― para ayudar a recordar las conexiones entre los investigadores y los proyectos de los laboratorios del CERN. Berners-Lee concibió un espacio global donde la información almacenada en múltiples ordenadores estaría enlazada para que fuera disponible para todos desde cualquier ordenador. Hizo una propuesta al CERN que no obtuvo respuesta pero sin embargo comenzó a trabajar en su idea, creando el Hypertext Transfer Protocol (HTTP). Además escribió un programa para seleccionar, recuperar y visualizar los documentos de una manera aproximadamente hipertextual. Así, como si nada, inventó la World Wide Web (WWW). El salto que hay entre un programa informático personal que él mismo consideraba como un mero «sustituto de la memoria» y la World Wide Web de escala planetaria a disposición de miles de millones de usuarios y de todo tipo de actividades económicas y sociales demuestra claramente que hay tecnologías que van mucho más allá de su finalidad inicial. Berners-Lee pretendía organizar y relacionar proyectos, personas y documentos para trabajar con más eficacia y comodidad. Lo consiguió, pero además revolucionó el mundo. Desde entonces el acceso y la difusión de información han adquirido una escala y una rapidez sin precedentes en la historia de la humanidad, lo que no había sido planificado ni apenas vislumbrado por nadie. Esta tecnología ha pasado a ser una parte esencial e irrenunciable de la manera como vivimos y hacemos las cosas.
En definitiva, la tecnología modifica la actividad, el pensamiento y el comportamiento humano, incide en el orden económico y en el entorno social y natural, al tiempo que produce resultados que pueden ser infinitamente más importantes y trascendentales que los inicialmente buscados, dado que afecta al conjunto del sistema social y económico. Es pues evidente patente que la tecnología genera una «agenda cultural» [4] en el sentido de que conlleva, en grados diversos, la reconstrucción:
- de los roles de las personas y de las normas sociales que regulan sus relaciones,
- de la misión, objetivos y estructuras de las organizaciones e instituciones,
- de las relaciones de organizaciones e instituciones con su entorno, y
- del propio entorno.
Estos asuntos son cruciales en el mundo de hoy, como bien saben las empresas, que los exploran y aprovechan para crear valor y prosperar. Lo que aquí nos interesa resaltar es que el mundo educativo también ha de entender que las reconstrucciones mencionadas también son cruciales en el ámbito de la educación, que ha de poner al día su misión y establecer de qué manera la educación del futuro debe mantener lo mejor del presente, en qué debe diferir y cuál es la dirección deseable de cambio. (Dicho esto, no está de más señalar que en todos estos sentidos la LOMCE no ha sido solamente una oportunidad perdida, sino una legislación fallida y enormemente contraproducente.[5])
Las reconstrucciones indicadas son especialmente relevantes para los centros educativos, en tanto que son instituciones con misiones, prerrogativas y responsabilidades que materializan el grueso de la empresa y de los presupuestos educativos de una sociedad. De manera correspondiente lo son para sus profesionales, los alumnos y sus familias. Ineludiblemente, estos ámbitos de reconstrucción también conciernen a asociaciones profesionales, sindicatos, investigadores, gobernantes, responsables y administradores de la educación, colectivos que de diversas maneras influyen y regulan las ideas rectoras y la gestión normativa, financiera y funcional del sistema educativo.
Desplegar la agenda cultural de la tecnología en la educación ―condensada en unos pocos puntos que a mi modo de ver constituyen un verdadero vector de cambio en positivo― es pues esencial para encarar con eficacia y provecho los procesos de innovación educativa actualmente en curso. En ausencia de un tal despliegue, el discurso de la innovación corre el riesgo de centrarse en un continuo «ir al grano», que sin embargo obvie la necesidad de fortalecer los conceptos e instrumentos básicos para la reconstrucción o transformación del sistema, que en buena parte radican fuera de la jurisdicción de los centros y del alcance práctico de los docentes. Además, existe un peligro evidente: que esta agenda cultural se restrinja, se difumine o incluso se desnaturalice detrás de conceptos ambivalentes, hoy día muy en boga, como evaluación, evidencia, liderazgo, autonomía y rendición de cuentas, dado que las burocracias y los poderes establecidos los están empleando cada vez más como instrumentos del statu quo.
La conceptualización y el desarrollo de la agenda cultural de la tecnología necesariamente debe ser holística y global, porque el desarrollo tecnológico es un proceso simultáneamente científico, técnico, económico, social y cultural: la tecnología es algo intrínseco, embebido en la sociedad, no es un factor o un elemento externo cuya incidencia se puede graduar a voluntad, o incluso eliminar. Ningún sector puede actualmente permitirse el lujo de concebir la tecnología como un mero «recurso» opcional o accesorio. La tecnología ―insistimos, la manera cambiante que tenemos de hacer y de actuar― es consustancial con la vida de las personas y el funcionamiento de la sociedad. A pesar de esto, en el mundo educativo aún está muy extendida la ficción de que la tecnología es algo externo, graduable a voluntad según conveniencias personales, locales o administrativas. Afortunadamente, no es así en todas partes y hay excelentes ejemplos de centros educativos que tienen muy clara la imbricación entre tecnología y sociedad. Pero en muchos otros casos los alumnos pagan y pagarán las consecuencias de prejuicios de los adultos y de una visión sesgada y, en mi opinión, miope, de la tecnología.
Con todo esto, parece claro que el desarrollo de la agenda que por su mera existencia la tecnología plantea a la educación, sólo se puede encarar combinando pensamiento estratégico y prospectivo ―este es el factor más inexistente, por ahora― con participación y creatividad, prospectiva y experimentación, investigación y desarrollo, y, sobre todo, con voluntad, pasión por las personas y por la trascendencia humana y social de la educación.
Ferran Ruiz Tarragó
[2] Hay traducción al castellano: “La idea del progreso”, Alianza Editorial, 1971.
[3] A pesar de todo, se estima que se vierten al mar 8 millones de toneladas de plástico al año, en gran parte por los países asiáticos (BBC Big Blue, Series 1, Episode 4) http://www.bbc.co.uk/programmes/b09g5ks6
[4] Expresión empleada por Michiel Schwarz en Technology and Society: Dilemmas of the Technological Culture (1992).
[5] La Cátedra de Políticas Educativas de la Universidad Camilo José Cela ha publicado recientemente el estudio «Un análisis de la LOMCE a la luz del principio de Pareto», firmado por Francisco López Rupérez, expresidente del Consejo Escolar del Estado en el que concluye que esta ley ha dejado fuera la mayor parte de los factores que tienen mayor impacto sobre los resultados de los alumnos. ¡Tanta controversia y tanta energía profesional y social derrochadas para esto!