Sin pretender hablar con rigor científico, creo que es bastante correcto decir que «trabajo intelectual» es la actividad mental que se materializa en el acto de pensar, es la acción y el esfuerzo de formular una pregunta y de elaborar un respuesta, de establecer una relación, de encontrar la manera de conseguir un objetivo. Hacemos trabajo intelectual cuando investigamos la naturaleza o las características de un problema o situación, cuando definimos sus rasgos esenciales o lo enmarcamos en un contexto más amplio, cuando seleccionamos y utilizamos fuentes de información pertinentes al asunto que nos ocupa. También se hace trabajo intelectual cuando oralmente o por escrito se debate y se argumenta sobre las características del tema o problema. Cualquier creación hecha por un ser humano (no por un robot o por una aplicación de inteligencia artificial) empleando un lenguaje simbólico –como una pieza literaria o un artículo científico, una composición musical, una demostración matemática, un diseño o un programa informático– pone de manifiesto que aquella persona ha realizado una tarea intelectual.
Hacer este tipo de trabajo requiere ser receptor de estímulos sensoriales (intrínsecos en acciones como leer, observar o escuchar), efectuar acciones motoras (como escribir o hablar en voz alta) y llevar a cabo tareas mentales de análisis, inferencia, síntesis, razonamiento lógico y toma de decisiones. Todo esto es factible gracias a los conocimientos y a las destrezas cognitivas y de interacción propias de cada persona, y, naturalmente, guarda mucha relación con sus valores, es decir, depende de actitudes subjetivas que guían el comportamiento personal en ámbitos como iniciativa, curiosidad, motivación, perseverancia, autodisciplina, responsabilidad, honestidad, empatía, solidaridad, etc. Contingencias como urgencia, obligación o cansancio condicionan el trabajo intelectual. También le afecta la influencia de otros individuos y el objetivo, contexto y condiciones en que se realiza.
Para hacer trabajo intelectual las personas usan materiales como libros, artículos, apuntes, grabaciones, imágenes, webs o programas informáticos, es decir, interaccionan con documentos y unidades de información que tienen a su alcance, con los que se familiarizan al consultarlos o al trabajarlos (estudiarlos) con más o menos profundidad. El individuo establece una relación de apropiación con los contenidos que le interesan y le son útiles (podríamos decir que le son significativos), que de alguna manera pasan a formar parte de su bagaje intelectual. Hacer tuyo un contenido o una destreza de pensamiento de manera personal y razonada es un acto de apropiación y de empoderamiento. De alguna manera, el trabajo intelectual hace que lo hasta ahora ignoto o ajeno pase a existir y ser tuyo, estableces vínculos, te apoderas de ello.
El trabajo mental que tiene lugar en el cerebro de una persona se vuelve visible cuando se le da cuerpo en forma de exposición oral, de texto escrito y de creación por medio del lenguaje simbólico pertinente. Lo que cada uno crea o produce se objetiviza cuando se codifica y se almacena en un soporte material que permita guardarlo y recuperarlo a voluntad, sirviendo de base a actividades o aprendizajes posteriores. En definitiva, el trabajo intelectual del cerebro humano es indisociable del proceso de creación de un patrimonio personal de conocimientos y recursos asociados, tanto de origen personal como de procedencia externa. Parece natural calificar de intelectual esta «propiedad personal» debido a que se genera por medio de la actividad mental y del esfuerzo cognitivo.
La revolución digital ha ampliado muchísimo la variedad de instrumentos, recursos y servicios que dan cuerpo y sustancia al trabajo mental de los individuos. Emplear habitualmente utillaje digital para explorar, crear y comunicar en la actividad profesional y el aprendizaje (conceptos cada vez más convergentes en las profesiones del conocimiento), genera múltiples producciones e interacciones que permanecen grabadas en sistemas informáticos. Estos materiales, debidamente capturados, seleccionados, organizados y almacenados, forman parte del patrimonio intelectual del individuo. Análogamente a lo que sucedía en la era pre-Internet, dan cuerpo al bagaje de conocimientos e informaciones que se necesita en el trabajo y en la relación profesional con otras personas.
Cuanto más relevante sea el binomio pensamiento-conocimiento en la vida de un individuo, más necesidad tiene de contar con un patrimonio intelectual amplio, actualizado y bien organizado, que le facilite guardar y recuperar de manera eficaz informaciones y documentos propios y ajenos de potencial interés, contribuyendo a la productividad de su actividad intelectual. La satisfacción de obtener información precisa y adecuada en el momento oportuno contrasta con el enojo de no encontrar algo que se sabe que existe (quizá porque la misma persona lo creó) pero que no se localiza cuando es necesario, siendo por tanto un recurso inútil. La pérdida accidental o negligente de información y de «trabajo hecho» genera irritación: nadie quiere repetir tareas que ya ha llevado a cabo con esfuerzo y dedicación, ni invertir tiempo y energía en reelaborar producciones que se han extraviado. Es preciso insistir en que organitzar con criterio el patrimonio documental e informativo personal favorece la actividad intelectual y potencía la productividad.
Lo que acabo de contar me parece aplicable al aprendizaje y el trabajo intelectual de los alumnos, considerados como trabajadores del conocimiento en el marco de la institución escolar. El alumno debe pensar, tiene que emplear recursos externos y ha de producir contenidos en forma de redacciones, trabajos, presentaciones, ejercicios, dibujos, grabaciones, fotografías, proyectos y diseños, entre otros. El patrimonio intelectual personal que se genera aprendiendo también debe organizarse para que sea útil y se pueda reutilizar, para que se mantenga vivo, crezca, empodere y sea motivo de satisfacción personal.
Sin embargo, avanzar de manera consciente y planificada en la línea de desarrollar un patrimonio intelectual personal explícito en todos los alumnos se enfrenta con una enorme dificultad estructural, arraigada en la manera habitual de funcionar de los centros educativos: la finalidad suprema de las producciones intelectuales de los alumnos es ser evaluadas. Evaluar no es malo per se. Puede ser muy positivo según cómo se haga, pero es que no hay más. Puesta la calificación, la creación del alumno ya se puede tirar, el maestro tiene bastante trabajo y no le interesa, no la volverá a pedir. La pauta general es que a los alumnos no se les enseña a conservar lo más relevante de lo que han producido, consultado o utilizado, ni tan sólo se les sugiere la importancia de hacerlo. Ningún profesor dice que determinados proyectos se reanudarán en cursos posteriores para ampliarlos y construir más conocimiento a partir del trabajo personal hecho anteriormente. ¿Cuántos docentes piden los trabajos más importantes realizados en años precedentes con el objetivo de que el alumno repase, revise y expanda sus propias producciones? La escuela tampoco se organiza para crear estructuras que hagan posible reaprovechar trabajos y conseguir que las creaciones de los alumnos tengan utilidad en cursos posteriores. No tiene espacio, ni tiempo … ni ganas, no piensa en eso.
Así, generalmente, la producción intelectual del aprendiz pierde relevancia una vez calificada: la pierde de cara a la escuela y la trayectoria académica y, mucho peor, la pierde para el mismo alumno. Los trabajos sólo son los trámites necesarios para aprobar. Esta manera de proceder en nada ayuda a que el aprendizaje sea significativo ni a que los alumnos entiendan que a lo largo de la escolarización deben ir construyendo su patrimonio intelectual personal. Si no se enseña al alumno a capitalizar su propio trabajo y la panoplia de recursos que sirven para llevarlo a cabo, es muy difícil que llegue a tener una visión positiva del conocimiento.
Pienso que pretender algo así no tiene nada de extraño, al contrario, que es natural y deseable, aunque en enseñanza no sea habitual. Cualquier adulto que tiene una actividad profesional relacionada con el conocimiento (el mismo profesorado es un ejemplo) sabe que debe tener organizado lo que conoce y le es útil, ampliarlo y hacerlo evolucionar, que muy a menudo debe reaprovechar lo que posee en sentido intelectual por haberlo creado o trabajado. Los profesionales emprenden nuevos proyectos y generan nuevas producciones en base a realizaciones anteriores. Reutilizan proyectos y fuentes de información, y las amplían con otras nuevas que incorporan a su patrimonio intelectual, un patrimonio que procuran tener organizado y actualizado porque es consustancial con su actividad. También es esencial para desenvolverse en el mundo laboral, porque hoy en día a las personas se le piden evidencias de lo que han hecho y son capaces de hacer.
No aplicar esta idea en relación al alumnado es injusto y poco respetuoso en sentido intelectual. Es preciso decirlo así, sin paliativos. Que el motivo sea que implicaría cambios fuertes en la organización escolar habitual no es una justificación válida, porque una misión sustancial de la escolarización es contribuir a que todos y cada uno de los alumnos desarrolle su intelecto, es promover la construcción de un bagaje personal y único de saberes y conocimientos, referenciados y soportados por un conjunto rico y relevante de materiales susceptibles de ser recuperados y reutilizados cuando proceda. ¿Acaso no hablamos siempre de formación permanente? Superar esta disfunción es un tema de sensibilidad, visión y voluntad, que radica plenamente en la esfera de acción de los centros educativos y de su profesorado.
Pienso que quien se tome en serio la idea emergente de personalización del aprendizaje tiene, en la creación progresiva y explícita del patrimonio intelectual del alumno, una buena base para empezar.
Ferran Ruiz Tarragó
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PD: Para redactar esta Nota de opinión he tenido presente el documento «El impacto y la contribución de las tecnologías digitales en la educación. Conclusiones de la XXII Jornada de reflexión del Consejo Escolar de Cataluña «del año 2013 y también un antiguo artículo mío del año 1999, titulado» Trabajo intelecual, información y tecnología digital «, publicado en el número 25 de la revista Educar de la Universidad Autónoma de Barcelona. Algunas ideas provienen de una lectura anterior de «Innovating to learn, learning to innovate», de la OECD (2008). El conjunto del artículo tiene bastantes elementos comunes con una contribución que hice en 2017 en un monográfico del Institut d’Estudis Ilerdencs sobre trabajo en red para una educación personalizada.
Excelente artículo.
Te escuché decir hace años, que tal vez lo primero que nos tendríamos que plantear ante la elaboración de un proyecto educativo es la evaluación. Según definamos la evaluación determinará todo el proceso educativo de la escuela.
Tal vez sea una exageración por mi parte, porque no tengo el bagaje sufiente para afirmarlo, pero creo que no habrá tranformaciones importantes en el sistema educativo, mientras no aceptemos la neceaidad de terminar con una educación basada en los exámenes.
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