«Creo que no conozco a nadie que, habiendo tenido el mismo trabajo durante treinta años o más, no tenga la impresión de que el volumen de chorradas ha ido aumentando con el tiempo.» Esta frase –que supongo que bastantes lectores con perspectiva temporal suficiente encontrarán acertada– procede del libro Bullshit Jobs (literalmente, Trabajos de mierda), obra del antropólogo y activista estadounidense David Graeber, prematuramente fallecido en el 2020 a los 59 años. [Trabajos de mierda: una teoría. Editorial Ariel, Barcelona 2018]. Como quiero evitar la escatología, a partir de ahora utilizaré TdM en lugar de “trabajos de m…”. Me siento más confortable.
Esta Nota responde a la necesidad de dejar de esconder la cabeza debajo del ala e ir al núcleo de nuestros problemas educativos haciendo referencia a una expansiva realidad de nuestro tiempo. Esta realidad, que Graeber supo captar muy bien, es la existencia y generalización de una especie de trabajos (que llama TdM) cuyo beneficio para sus destinatarios ―y en su caso la sociedad en general― no es nada evidente, llegando a ser contraproducente, incluso negativo. Al acuñar este concepto Graeber tenía en mente determinadas ocupaciones propias de empresas, instituciones y universidades. La lectura de este libro hace unos años me abrió los ojos a la existencia de estos trabajos y al mismo tiempo me convenció de que trabajos de este tipo son cada vez más reales y opresivos en todos los niveles y culturas que configuran el sistema educativo.
Empecemos por la terminología. Dado que el diccionario de la RAE define “chorrada” como “necedad (dicho o hecho necio), tontería (cosa de poca entidad o importancia)”, me siento amparado para adoptar la frase de Graeber como premisa y hablar con propiedad de chorradas, en particular de chorradas en el campo de la educación.
No voy a dedicarme a poner ejemplos. Simplemente reivindico la validez en el ámbito educativo de la idea que encabeza este artículo: yo también pienso que en educación el número de chorradas ha crecido continuamente. Conozco a gente que también lo piensa, si bien debo aclarar que la mayoría son jubilados o se acercan a este estadio de la vida; por motivos generacionales son los que más conozco. Seguro que muchos lectores con experiencia podrían hacer un buen catálogo personal de situaciones calificables de tonterías y de incongruencias. Insisto en que el factor experiencia (edad) es relevante, en tanto que necesario para comparar realidades actuales y anteriores. Es muy posible que quien lleva poco tiempo en la enseñanza o acaba de entrar no vea como inconvenientes o despropósitos acciones y situaciones que preocupan, enojan o incluso estremecen a los más veteranos y experimentados. Sin embargo, sin perspectiva temporal no existe comparación posible, a pesar de reconocer que las trampas de la memoria, la inhomogeneidad o ausencia de datos, así como la diversidad de la experiencia, complican la objetividad de las comparaciones. Aquí juega lo que David Attenborough ―en el sensacional libro Una vida en nuestro planeta (Ed. Crítica, Barcelona 2021)― llama “síndrome del umbral basal cambiante”. Desde su inigualable perspectiva de siete décadas, este gran naturalista explica que cada generación define lo que juzga normal con relación a sus primeras experiencias del mundo donde vive, de lo que le rodea e influye en la infancia y la juventud. En particular, se han normalizado situaciones y realidades educativas que nunca deberían haber sido aceptadas como normales. Todo el mundo del oficio podría poner sus ejemplos. Sin embargo, éste es un asunto que nos desviaría y que no podemos proseguir aquí. Vamos pues al grano.
La idea de Graeber es que en la sociedad hay cada vez más trabajos improductivos e inútiles, o peor aún, trabajos expresamente concebidos para complicar la vida al prójimo o para vivir a expensas de las tribulaciones de otras personas. Este tipo de empleos laborales de tipología TdM provoca una creciente complejidad, que distrae, hace perder el tiempo, cansa y produce efectos nocivos. El trabajador lo percibe en una escala que va de tropiezos gratuitos a incrementos de trabajo improductivo, de lo que es inasumible hasta lo que se considera agresión profesional.
El gran problema ―grande de verdad― radica en que las chorradas no se producen solas: hay quien las provoca y cobra por hacerlo. Hay quien vive de esto, incluso muy bien, lo que no significa que sea consciente de ello y ni mucho menos significa que sea una mala persona. Especular al respecto es la parte dura del asunto que nos ocupa. Mucho me temo que alguien, especialmente de la administración de la educación, se pueda sentido aludido e incluso se pueda enfadar. Sin embargo, dado que somos la profesión que más proclama el espíritu crítico, no debería molestar en exceso. De hecho, el recientemente publicado currículum de bachillerato de Catalunya contiene 626 veces términos como crítico, crítica, críticos, críticamente y autocrítico. De modo que entre todos podemos tratar de poner en práctica sin encono lo que tan insistentemente pedimos al alumnado.
Graeber es irónicamente lacerante y divertido cuando, con independencia del sector laboral, clasifica los TdM en estas cinco categorías: lacayos, esbirros, parcheadores, marca-casillas y supervisores. Siguiendo lo que explica en su libro, las comento brevemente por su interés y adecuación.
Los lacayos existen para hacer que otra persona se sienta importante y públicamente sea considerada como tal. Monarcas, gobernantes, eclesiásticos de alto rango, ejecutivos y directivos de nivel superior, etc., siempre se han rodeado de servidores de este perfil, que aportan la pompa oportuna y proclaman la grandeza de su dueño o empleador, la razón que siempre le acompaña y lo bien que actúa. La enseñanza es por lo general demasiado pobre para tener lacayos de alto nivel y pagarlos adecuadamente, por lo que en este sector no hay muchos ―salvo los dedicados a propaganda y relaciones públicas, que siempre van a remolque de los acontecimientos― y no constituyen un problema significativo.
Los esbirros son personas que realizan un trabajo con rasgos manipuladores y autoritarios, incluso agresivos. Este carácter puede derivar de la personalidad, pero muy a menudo es la propia naturaleza y misión del puesto de trabajo la que genera este perfil (o, alternativamente, quien no tiene ese perfil no es capaz de realizar un trabajo de este tipo). En los centros educativos, como en cualquier organización, no faltan profesionales de carácter autoritario o manipulador, proclives a instrumentalizar personas y situaciones en nombre de lo que mandan las autoridades, de su propia interpretación de las normas o de lo que sirve a sus intereses. Lo que realmente molesta y perjudica del trabajo de los esbirros es la agresión intelectual (aquí no nos referimos a la gente que ejerce coacción física) y la tensión a la que someten a los destinatarios de su trabajo y a sus compañeros o subordinados, sean docentes o alumnos. Las administraciones educativas cuentan también con personal de esta tipología.
Entramos ahora en las categorías más interesantes en lo que atañe al sistema y a los centros educativos. Los parcheadores son empleados que resuelven problemas que no deberían existir, pero que existen porque las empresas y las organizaciones tienen defectos de funcionamiento y hacen las cosas mal, sea por estructuras y diseños inapropiados, sea por decisiones incompetentes o estúpidas. No siempre es posible poner parches en este tipo de actuaciones. Cuando el ministro de Educación Julio Rodríguez decidió que las universidades empezaran el curso en enero, no hubo manera posible de evitar la destrucción de un curso académico.
Los parcheadores se dedican a paliar los daños provocados por superiores que actúan sin la capacidad y sensibilidad necesarias. Lo siento, pero hay que decirlo: muchos centros educativos no funcionarían como lo hacen si no dispusieran de parcheadores que, con su dedicación, incluso con estrés y sufrimiento personal, suplen o hacen menos punzantes las carencias y las contradicciones del entorno donde trabajan, un entorno que está fuertemente condicionado por normas, recursos y decisiones ajenas, fuera de su control. Como exparcheador (en mi caso quiero decir director de instituto) aprovecho la ocasión para expresar mi simpatía y solidaridad con el estamento parcheador por excelencia del sistema educativo, aunque los cargos directivos de los centros no son los únicos, ni mucho menos. No son precisamente pocos los enseñantes que parchean continuamente la poca capacidad del sistema para afrontar y resolver situaciones comprometidas y conflictivas. Suerte tenemos, porque entre todos contribuyen a evitar la aparición de un Cisne Negro en el sistema educativo.
Las administraciones educativas también cuentan con parcheadores, por supuesto. A veces son espontáneos, pero más frecuentemente se trata de personal de unidades establecidas con la misión de dar la cara y mantener los elementos externos a raya, dado que no es posible ―o ni siquiera se pretende― realizar los cambios que eliminarían los factores que originan las disfunciones y reclamaciones.
La cuarta categoría es la de los marca-casillas. Su misión fundamental es satisfacer las medidas formales de éxito, de modo que la empresa u organización pueda proclamar que hace algo que realmente no hace o logra unos resultados que realmente no logra. Para el buen marca-casillas lo de menos es la realidad. Graeber afirma que todas las burocracias funcionan en base a un mismo principio: una vez se introducen medidas formales de rendimiento y éxito, la «realidad» para la organización se limita a los datos relativos a estos factores que se recogen por medios diversos y se suministran al ordenador. Es lo que llamamos indicadores. Las realidades humanas que hay detrás son, en el mejor de los casos, algo secundario. Los marca-casillas no necesariamente deben ser gente de la propia empresa. Existen organizaciones especializadas en proporcionar este tipo de servicios. Hoy en día, con el uso y la extensión que actualmente se hace de la informática y la opacidad que esta tecnología posibilita, el impacto de las marca-casillas es oscuro y contundente a todos los niveles.
La quinta y última categoría de TdM de Graeber es la de los directivos o supervisores que dan trabajo a los demás. Dar órdenes y mandar tareas no tiene nada malo. Por el contrario, es necesario y conveniente en muchísimas situaciones laborales y no laborales. Aunque quede mal decirlo, dar instrucciones directas es fundamental para que los alumnos aprendan y las instituciones funcionen, aunque nunca deba abusarse de ese recurso.
Respecto a mandar y supervisar tenemos dos puntos a considerar, respecto de los cuales hay que extenderse un poco.
Lo primero es que esté justificado dar órdenes. Cuando la intervención es innecesaria, el trabajo directivo o supervisor se convierte en conflictivo y perjudicial, es decir, TdM. Para mí, hace años, un buen ejemplo de una praxis precisamente poco ejemplar lo vienen dando las administraciones educativas cuando no se limitan a establecer los objetivos finales de las etapas educativas ya poner los medios para alcanzarlos, sino que, en cambio, se animan a aleccionar y ordenar a los docentes respecto de cómo deben enseñar y evaluar. Esto debería ser un asunto estrictamente profesional, donde los diversos “gremios” y colegios, sociedades y asociaciones profesionales, ―con la aportación de conocimiento y el apoyo de los escasos expertos universitarios genuinamente empáticos y conocedores reales del oficio a niveles no universitarios― consensuaran criterios y velaran por su aplicación, teniendo como referente ideas claras de lo que políticamente, de forma legítima, se ha decidido qué se debe conseguir en las diversas etapas educativas. Sin embargo, nos hemos acostumbrado a que las entidades representativas y profesionales prefieran flirtear con la política y los medios de comunicación, y, también, a que respecto a los asuntos relativos a enseñar y aprender mantengan un perfil inauditamente bajo.
El perjuicio de mandar cuando no hace falta hacerlo ya lo explicó Mintzberg hace medio siglo, cuando estudió la estructura de las organizaciones y en concreto la tipología organizativa que bautizó con el nombre de burocracia profesional. En estos momentos, debería ser innecesario tener que remarcar que un trabajo complejo que requiere ajustes constantes a la realidad sólo puede hacerse bien si en todo momento se tiene la libertad de tomar las decisiones oportunas con criterios puramente profesionales. Desgraciadamente, no es éste el caso. Los decision-makers políticos y administrativos de la educación siguen creyendo en la bondad del micromanagement: forzar a los docentes a trabajar de determinadas maneras mediante normativas prolijas y sistemas de control que limitan la iniciativa y la capacidad de actuar con personalidad propia. Es asombroso que oficialmente se pretenda formar el espíritu crítico de los alumnos a base de coartar la independencia de los enseñantes y poniendo corsés artificiales a la articulación de sus motivaciones, conocimientos y experiencias en la construcción cotidiana de la educación.
La voluntad de mandar, de intervenir en la acción pedagógica y el funcionamiento institucional, lleva a las administraciones a realizar voluminosas construcciones retóricas y a inspeccionar la actividad de unos profesionales que mientras, 1) estén bien preparados y seleccionados, 2) trabajen en un entorno bien gestionado, y 3) tengan apoyo suficiente, requieren poquísima supervisión. Es paradójico que los gobiernos, en lugar de esforzarse por lo que genuinamente pueden y les corresponde hacer ―facilitar las tres condiciones mencionadas, añadiendo velar por la salvaguardia de los derechos y el ejercicio de los deberes― se dediquen a hacer de prescriptores pedagógicos.
El segundo punto nocivo en relación con las personas que realizan trabajos de dirección, supervisión y control es que a menudo ellas mismas encargan o generan TdM, profundizando en el desconcierto y la ineficacia del sistema. Esto es propio de la actual ideología gerencialista que se aplica a organizaciones complejas, ideología que se ha extendido a ámbitos por los que no estaba pensada, como los que tienen la interacción entre personas como misión y eje de su actividad. Tal y como escribe Graeber en relación a la enseñanza superior, a medida que esta ideología va arraigando, se ven cada vez más grupos de personal académico altamente cualificado (y no precisamente barato) cuyo trabajo únicamente es mantener vivos sus engranajes ―estrategias, objetivos de rendimiento, revisiones, evaluaciones, estrategias renovadas, etc.―, que no tienen absolutamente nada que ver con la verdadera esencia vital de las universidades: la docencia y la educación. Al sistema educativo le es de aplicación una reflexión análoga.
Antes de terminar, no quisiera parecer que escondo interesadamente lo que no comparto, la filiación anarquista de David Rolfe Graeber, personaje que jugó un papel principal en el movimiento Occupy Wall Street del año 2011. El activismo comprometido le venía de unos progenitores políticamente muy activos. Su padre luchó en la Guerra Civil española con las Brigadas Internacionales y su madre era miembro del Sindicato Internacional de Trabajadores de la Confección. Experto en antropología económica, especialista en la historia de la deuda y en asuntos relativos a Madagascar, era para algunos el mejor antropólogo de su generación, lo que no impidió que fuera despedido de la Universidad de Yale (no le renovaron el contrato, pero al menos le pagaron un año sabático). De él sólo he leído Bullshit Jobs, libro escrito con un estilo descarado y atractivo, base de este artículo. Espero poder adentrarme en otro libro suyo, cuyo título promete muchísimo: The Utopia of Rules: Technology, Stupidity, and Secret Joys of Bureaucracy (2015).
Una última reflexión sumamente potente del malogrado Graeber debería hacer pensar, o, mejor aún, sacudir, al conjunto del sector de la educación, sector que, como he dicho, es mucho menos (auto)crítico de lo que machaconamiento proclama. He aquí lo que dice Graeber: la “mierdificación” de los trabajos reales y la proliferación de los TdM es el resultado directo de la voluntad de cuantificar lo incuantificable. Me permito añadir que también es un resultado directo de pretender cuantificar lo que éticamente ni siquiera se debería intentar valorar.
El punto realmente problemático de la dinámica competencial que hemos puesto en marcha no es la competencia en sí misma, aunque a menudo la conceptualización sea débil y se exprese con un lenguaje rimbombante, en ocasiones horroroso. En sus inicios este discurso era razonable en tanto que hablaba de incluir en las misiones de la educación el énfasis en la formación de personas autónomas, la capacidad de trabajar en entornos heterogéneos y la de utilizar las tecnologías interactivas. Todo esto me parece pertinente. Sin embargo, para conseguirlo no era necesario, en modo alguno, hacer una nueva arquitectura curricular de tipo competencial, de mucho volumen y escasos fundamentos teóricos y menos aún empíricos, puesta en marcha con prisas alocadas y pretensiones de generalización universal (y prácticamente sin financiación adicional cuando los déficits acumulados ya son muy grandes). Para el alumno, la competencia debería resultar de su proceso de aprendizaje, en lugar de serle formulada como una exigencia a priori. Aquí es donde nos hemos equivocado a conciencia.
Se han llevado a cabo unos bien intencionados y extensísimos trabajos de desarrollo del sistema competencial, que han acabado incorporando criterios de tipo psicológico y de valoración de la personalidad, que en mi opinión son rotundamente rechazables. Quien es capaz de evaluar si un alumno es optimista, participativo, adaptable, crítico, perseverante, ciudadano comprometido, capaz de “gestionar su metacognición” y su capacidad de aprendizaje a lo largo de la vida, empático… lo que se quiera? (el currículum oficial da mucho para elegir).
Admitiendo además que los docentes llegaran en general a ser capaces de hacer estas valoraciones, dejando también aparte la espinosa cuestión de qué enseñante o profesor de universidad es capaz de explicarlo en base a su propia experiencia, chocamos sin remedio con incógnitas adicionales muy profundas: ¿qué sentido tiene hacerlo? Y, en especial, ¿qué derecho tenemos a hacerlo? ¿Es que los enseñantes deben asumir un nuevo papel de otorgadores de carnets de resiliente-creativo-integrador o de expedidores de certificados de comprometido-adaptable-sostenible-empático? ¿O de denegarlos porque el alumno no incorpora suficientemente estas “virtudes” en su carácter y por tanto no alcanza la competencia? Sinceramente pienso que nadie tiene derecho a hacerlo, y menos aún lo tiene un estamento docente que no fue contratado para certificar ―de facto, chivatar públicamente― la personalidad de sus alumnos, cuyo conocimiento es, de alguna forma, parte del secreto profesional.
A pesar del riesgo de incomodar a muchos con estas consideraciones, me permito acabar tratando de remachar un poco más el clavo de mi argumento desde un punto de vista práctico y operativo, y también comercial en lo que se refiere al mercado de futuros de los comportamientos (expresión de Shoshana Zuboff). Creo que se puede asegurar que los resultados de este tipo de trabajo siempre pecarán de subjetivos e inciertos, posiblemente del todo erróneos, a pesar de utilizar apps de apoyo, rúbricas y parrillas de evaluación llenas de casuísticas que van más allá del tiempo disponible y de la capacidad material de los enseñantes, tanto individualmente como en equipo. Sea como fuere, si llegan a realizarse, estas valoraciones amateurs de la personalidad acabarán inscritas en el registro académico de los alumnos y marcarán su futuro, mucho más que la valoración de los conocimientos, porque serán susceptibles de explotaciones internas y sobre todo de explotaciones externas actualmente impensables por la mayoría, pero ciertamente bien previstas en otros ámbitos. El big data no es una entelequia.
A esto todavía no hemos llegado, pero ciertamente hemos empezado a transitar ese lamentable camino. A pesar de que muchos puedan encontrarlo exagerado, ésta es, en mi opinión, la perspectiva real del asunto en el que nos hemos embarcado cuando de manera colectiva e inconsciente hemos errado en prioridades y trabajos.
Gracias por llegar hasta aquí.
Ferran Ruiz Tarragó