Apuntes sobre la crisis sanitaria y moral de la Covid-19.
La perspectiva de que el nuevo curso académico sea aproximadamente normal ya es del todo irreal. Era de temer en julio, pero las tres primeras semanas de agosto no han hecho sino profundizar esta impresión. El número de afectados de Covid-19 vuelve a crecer, si bien con menor dramatismo que los meses de marzo y abril con respecto al número de defunciones (en España, en un solo día, el 2 de abril, fueron 950). Hay menos saturación en las urgencias hospitalarias y no se percibe la angustiosa insuficiencia de equipamiento sanitario (especializado como los respiradores y también del más básico, como mascarillas y desinfectantes) que había entonces.
En junio, tras dos meses largos de confinamiento estricto, un cierto optimismo se instaló en la sociedad, que pensaba que ya se habían hecho los sacrificios suficientes y que la situación no podía hacer nada más que mejorar. Parecía que la pandemia estaba en camino de ser dominada aunque se decía que en otoño quizá habría algunos rebrotes. Este relajamiento hizo bajar la guardia, con el resultado de que la transmisión comunitaria volvió crecer y es actualmente elevada: a finales de julio, el número de positivos de Covid-19 en España en una semana era como el de Francia, Reino Unido y Italia juntos. Si al terminar el estado de alarma el 21 de junio España registraba de 100 a 150 nuevos casos diarios, a mediados de agosto este número se eleva a más de 3000, aunque sólo alrededor del 3% requiere hospitalización y la mortalidad es del 0,3%.[1]
Mucha gente, en especial adultos jóvenes, está actuando como si por el hecho de haberse recluido y sacrificado durante una temporada, la Naturaleza hubiera de corresponder mostrándose agradecida, librando a los humanos de sus rigores o haciéndolos más soportables. Parece que nunca acabaremos de aprender que al mundo natural, entendido en el sentido sistémico que preconizó Humboldt, los seres humanos le son del todo indiferentes.
La pandemia del coronavirus afecta a seres vivos que son parte de la naturaleza. Es un fenómeno natural, aunque, tal vez, su origen no lo sea. En cualquier caso, como en toda otra manifestación destructora (terremoto, volcán, tsunami, tormenta, inundación, incendio, enfermedad «habitual», epidemia, etc.), la naturaleza es absolutamente indiferente a sus efectos y en las preocupaciones y sufrimientos humanos que origina, muera una persona de cada mil o una de cada diez, o aunque la proporción sea aún mayor, como en la peste negra medieval. La naturaleza, por una parte capaz de llenar los sentidos y saciar el espíritu, también es del todo ajena a la bondad y la equidad de sus efectos. Precisamente por ello, desde el siglo XVIII y la Ilustración, en el mundo occidental se ha considerado progreso a todo lo que contribuye a mitigar las incertidumbres, penalidades y sufrimientos de la condición humana y resaltar el valor de la vida individual, convertido en el bien supremo. El conocimiento, la tecnología y la organización social y política han sido y son la clave para materializar de manera real y efectiva la idea de progreso. Si algún día se dispone de una buena vacuna contra la Covid-19, habrá que ponerla en el balance positivo del progreso.
La pandemia quizá acabe por factores ajenos a la acción humana, incontrolables, conocidos o no. O bien acabará después de que hayamos sido capaces de poner en juego todo lo necesario, que en este caso no es precisamente poco. Esto significa humildad, respeto mutuo, fortaleza de carácter y sentido cívico en el comportamiento individual y colectivo, generación de conocimiento y aplicación eficaz de todo tipo de tecnologías. También significa cooperación, coordinación, organización y liderazgo en múltiples niveles –del internacional al local–, y, por supuesto, mucho dinero.

Si el objetivo colectivo es detener la transmisión y evitar la propagación del virus, venciendo la pandemia con los menores sufrimientos y costes humanos posibles –lo que incluye proteger la salud y la vida de los niños y los jóvenes y también la de las personas que los rodean–, abrir las escuelas proporcionando casi nada más que consejos bien intencionados no parece que sea la estrategia idónea para alcanzarlo. Incluso es posible que iniciar el curso presencialmente sea una medida inadecuada o contraproducente desde el punto de vista de la salud pública. La socialización de la escuela es necesaria pero la salud es decisiva. No encuentro mucho sentido a priorizar la socialización si el precio a pagar es enfermedad y sufrimiento.
No soy nadie para aventurarme en hacer predicciones, pero, tal como se está denunciando con creciente intensidad, la concentración humana en los centros educativos puede convertirlos en un disco de Petri de la pandemia. Como dice en un tuit la destacada y joven congresista estadounidense Alexandra Ocasio-Cortez [Twitter, @AOC, 8 de agosto], si no es lo suficientemente seguro comer en el interior de un restaurante, ¿que hace que lo sea la escolarización en una escuela? No es éste un asunto para encogerse de hombros, decir «probémoslo», cruzar los dedos y esperar a ver qué pasa. Nadie debería olvidar que la obligación de procurar y velar por el bienestar de niños y adolescentes no recae en ellos mismos, sino en personas adultas que en calidad de madres y padres, de familiares o de profesionales acreditados tienen responsabilidades legales y éticas al respecto.
Con el relativo control de la pandemia que se dio a partir de finales de mayo, las autoridades educativas hicieron un tímido ensayo de normalidad abriendo los centros educativos dos semanas de junio, básicamente para despedir el alumnado con una cierta dignidad, y también para dar un mensaje de confianza y control a un público angustiado. Esta apertura provocó dudas y fue contestada por algunos docentes, lo que, desde la seguridad de sus oficinas, algunos opinadores y columnistas interpretaron y denunciaron como una manifestación más del habitual egoísmo corporativista de los enseñantes, dando a entender que de ellos no se puede esperar otra cosa. Incluso un articulista serio lo presentó –a mi entender de manera precipitada y exagerada– como un atentado al derecho a la educación por la «resistencia desacomplejada y pública» de una parte de los enseñantes para no volver a los centros.[2] Sin embargo el cierre del curso se llevó a cabo en la mayoría de centros educativos y fue bien, se entregaron las calificaciones –tras no pocas contradicciones administrativas y de algunos despropósitos al respecto– y se dio a entender que esta apertura simbólica era un ensayo de la normalidad escolar del nuevo curso en septiembre.
La realidad, sin embargo, es tozuda y el esperado rebrote de otoño se ha anticipado. En España, como en muchos otros lugares del mundo, la incidencia de la pandemia vuelve a ir en aumento. A 20 de agosto, los titulares de prensa del día informan que hay más de 3000 contagios diarios y que el número de muertos se ha duplicado en una semana, llegando a 131.[3] A las puertas del nuevo curso la situación, obviamente, no es estable ni controlada. Y no sólo aquí. Ese mismo día, el número de nuevos casos de Covid-19 en Alemania ha sido el más alto desde el mes de abril.[4]
Obviamente, la situación no es homogénea. Varía según los Estados en función de condiciones geográficas, sistemas de salud, valores cívicos, decisiones políticas y acciones administrativas. Por el lado ejemplar está el caso extremo de Nueva Zelanda, verdaderamente en las antípodas de España, tanto en términos geográficos como de control de la pandemia. País hermoso, rico, poco poblado y de geografía insular, a 9 de agosto llevaba 100 días sin ningún nuevo caso de Covid-19 y sólo tenía una veintena de enfermos, correspondientes a personas repatriadas. Después ha aparecido un nuevo brote local de explicación incierta porque los cuatro contagiados son de una misma familia que no ha viajado. La respuesta del gobierno ha sido imponer de nuevo el confinamiento, esta vez corto, de sólo tres días en principio, en la ciudad de Auckland.[5]
A pesar de este obstáculo, la superación de la Covid-10 en Nueva Zelanda es un hecho que no se explica sólo por una cuestión de geografía y de demografía. Las principales claves del éxito neozelandés son lockdown total, cierre de fronteras, sanidad eficaz y gratuita para todos (extranjeros de paso incluidos), y un control estricto de los focos epidémicos, incluso con policía vigilando los lugares donde había personas en cuarentena. La primera ministra Jacinda Arden ha ganado un lugar en la historia de su país por la diáfana y firme gestión de la pandemia, al tiempo que, probablemente, se ha asegurado la reelección en las próximas elecciones, que debían ser en septiembre pero que han sido aplazadas cuatro semanas por precaución.[6]
En cuanto a la franja menos ejemplar, muchos países podrían aspirar a liderar el grupo. Tal vez el caso de Estados Unidos es el más chocante, porque dispone de gente muy preparada, es un país líder en conocimiento e investigación y posee enormes recursos de todo tipo, además del poder de fabricar dólares. La administración federal prefirió primero ignorar el problema y luego adoptó un enfoque ideológico atendiendo a los intereses políticos, las manías personales y los caprichos acientíficos de su presidente, con el resultado que, por ahora, se muestra incapaz de contener eficazmente la expansión de la pandemia. Sólo los Estados de Nueva Inglaterra y el noreste, ejerciendo sus poderes, parecen haber alcanzado un notable nivel de control. En este contexto, Nueva York, el distrito escolar más grande de Estados Unidos con un millón cien mil alumnos, aguanta la respiración ante la decisión de volver a la escuela con un alto grado de normalidad. El proceso de decisión ha contado con una consulta que ha recibido aportaciones de más de 400.000 familias. [7]
El criterio de apertura de los centros educativos es público y claro: las escuelas funcionarán mientras la tasa de infección en sus comunidades sea baja. Así, el gobernador del Estado de Nueva York ha establecido que las escuelas pueden reabrir mientras estén en una área donde el porcentaje de tests positivos de coronavirus sea inferior al 5% a lo largo de un período de dos semanas. Este es el mismo criterio de la Organización Mundial de la Salud (OMS). Gran parte del Estado de Nueva York, incluyendo la metrópoli, ha mantenido una positividad del 1%. Para una mayor seguridad –y también por rivalidad política entre alcalde y gobernador, aunque, o quizás precisamente, son del mismo partido–, el alcalde Bill de Blasio ha decidido situar en el 3% el umbral en la City.[8] Además, tiene previsto haber hecho tests de Covid-19 a todos los empleados antes del 10 de septiembre y mantenerlos regularmente a lo largo del curso. También prevé obtener muestras aleatorias de los alumnos en sus 1800 centros escolares. De esta manera el de Nueva York es el único gran distrito escolar de los Estados Unidos que tiene previsto retornar a una amplia normalidad este otoño.
En sentido contrario –y precisamente en el otro extremo geográfico del país–, se ha pronunciado el distrito escolar de Los Ángeles, el segundo en dimensión con 700.000 alumnos, que hace unos días decidió no reabrir y poner en juego, con carácter general, formas de educación en línea. Este enfoque se mantendrá mientras se lleva a cabo un programa de pruebas de Covid-19 muy ambicioso: hacer tests a la práctica totalidad del alumnado y a los 75.000 empleados del distrito. Entonces, según lo que salga, se tomarán las decisiones relativas a la apertura de los centros educativos.[9]
Nada de esto diluye el hecho de que la administración Trump ha trivializado la pandemia, provocando un gran coste humano, social y económico. En junio, el propio vicepresidente en quien fue delegada la responsabilidad de coordinar las acciones federales contra la pandemia, se permitía manifestar oficialmente que no habría una segunda ola de coronavirus.[10] En esta tónica negacionista, la administración Trump ha hecho que los centros educativos estén reabriendo de manera casi incondicional sin haber adoptado ningún paquete significativo de medidas organizativas y financieras destinadas a contribuir a que se haga con una seguridad mucho mayor.
Así, el criterio político del gobierno federal viene a ser que los centros educativos deben funcionar lo más independientemente posible de la situación epidémica de su comunidad. Para la secretaria de Educación Betsy DeVos, las autoridades locales y escolares han de diseñar y poner en práctica sus propias medidas. Si no tienen éxito y tienen que cerrar centros, entonces se quedarán sin financiación federal. De acuerdo con este mandato, ya a principios de agosto los centros educativos iniciaron la reapertura de puertas … algunos para tener que cerrarlas inmediatamente. Como las infecciones continúan sin parar, alumnos y profesores han introducido el virus en los centros, provocando positivos y cuarentenas. Dado que el criterio federal establece que un caso de Covid-19 no es motivo suficiente para cerrar una escuela, la pregunta que todo el mundo tiene en la cabeza es cuantos positivos debe haber para tomar esta decisión.[11]
En un plano ciertamente anecdótico, no me resisto a comentar que el mundo escolar también participa de la vieja inclinación de los poderes de matar al mensajero para evitar la propagación del mensaje. En este caso el mensaje es la masificación de los centros y la demostración palpable de que las normas de distanciamiento son papel mojado. Una chica de 15 años fue sancionada con cinco días de expulsión por haber publicado en Twitter unas fotos de los pasillos saturados de su instituto. Hay que añadir, sin embargo, que al hacerse público el asunto, le fue retirada la sanción.[12]
Sin embargo, ¿qué ocurre si el mensaje es, por ejemplo, que un profesor tiene Covid-19? Varias son las actitudes a tomar, que van desde informar abiertamente a la comunidad educativa a procurar esconderlo y no decir nada, pasando por aquello de «no confirmar ni desmentir», sea por la propia escuela, sea por las autoridades educativas. Si la escuela no lo notifica, alegando por ejemplo motivos de privacidad, se aumenta el riesgo interno y al mismo tiempo la lucha contra la enfermedad es mucho más complejo. Si se da la información, se corre el riesgo de que se magnifique y que haya una desbandada.[13] Sobre este asunto, los directivos escolares deberían tener muy claros los criterios de transparencia y sus obligaciones.
Volviendo a la gran política estadounidense, hay que señalar el evidente contraste del actual gobierno con la época del presidente Obama. En el mandato de éste se identificaron las crisis sanitarias globales como la amenaza posiblemente más grande a que los Estados Unidos deben hacer frente. La crisis del virus VIH del sida y la experiencia de virus como el H1N1 (swine flu), Ebola, Zika y MERS, entre otros, es más que suficiente para tomar precauciones. Así, bajo la responsabilidad de Susan Rice, consejera de seguridad nacional, se estableció una oficina de seguridad sanitaria global (Office of Global Health Security) para prepararse para estas problemáticas. Pero, precisamente, esta organización fue rápidamente desmantelada por la administración Trump, la cual, para más inri, hace poco ha anunciado que abandonará la OMS, renunciando al internacionalismo y la cooperación global en materia sanitaria. En definitiva, un lamentable ejemplo de cómo una mala política se traduce en sufrimientos y muertes en el propio país y también en todo el mundo, al tiempo que hace más difícil avanzar por un camino que necesariamente es de naturaleza cooperativa y global.
La enfermedad que provoca el virus SARS-Covid-19 es seria. El 20 de agosto el director general de la Organización Mundial de la Salud informaba que el total acumulado de casos confirmados en el mundo es de 22 millones, con 776.000 muertes.[14] Defunciones a parte, el tránsito por la enfermedad es a menudo penoso y pueden quedar secuelas graves y permanentes, aunque hay personas que la padecen en grado leve o que prácticamente ni se dan cuenta de que la tienen, pero que la propagan. Parece ser que el estrato de edades de la infancia es el menos afectado. Esta es una de las pocas noticias satisfactorias de todo este asunto: no deja de ser un alivio que los niños, al menos por lo que se sabe por ahora, sean el colectivo menos vulnerable. Que la Covid-19 sea poco frecuente en niños y adolescentes, no impide que pueda llegar a ser muy severa, incluso mortal. La probabilidad es pequeña, pero no es nula.
Un artículo de The Atlantic explica que, según el ahora famoso doctor Anthony Fauci, el hecho básico es que no sabemos con qué frecuencia los niños se infectan, ni qué porcentaje es asintomático, ni como las condiciones propias de cada individuo pueden exacerbar o amortiguar la severidad de la infección. El resultado de un estudio de medio año del National Institutes of Health de los Estados Unidos con el fin de disponer de información precisa sobre este asunto no se espera hasta diciembre.[15] Mientras tanto parece claro que la gente joven tiene un papel destacado como portadora, lo que tiene fuertes implicaciones para las familias (incluyendo los vulnerables abuelos), el sector educativo y, en general, para toda la sociedad. En este sentido, un informe del gobierno de Corea recogido por Bloomberg a mediados de julio señala que quien extiende más rápidamente la Covid-19 son los adolescentes y preadolescentes.[16]
La conclusión parece por tanto obvia: en comunidades con un alto nivel de contagio es imposible evitar que el virus se extienda por los centros educativos. Además, a estas alturas, se acepta que la transmisión aérea del virus es un hecho. Un virus capturado al vuelo a cinco metros de un enfermo de Covid-19 y llevado al laboratorio, es capaz de infectar células y reproducirse. Es decir, hay transmisión aérea del coronavirus en espacios cerrados. Tal como señala un artículo publicado en el diario El País, cito textualmente, «para evitar la transmisión basada en aerosoles, tomar medidas como la distancia física de 1,8 metros no sería útil en un espacio interior y proporcionaría una falsa sensación de seguridad, provocando la exposición al virus y brotes.»[17] El dilema escolar se presenta pues crudo e implacable, porque los centros educativos no pueden funcionar de una manera segura mientras un virus incontrolado continúe haciendo estragos. El propio título del artículo de The Atlantic que recientemente he mencionado, lo dice inequívocamente: «This Push to Open Schools is Guaranteed to Fail».
Hablemos ahora un poco de la gente que trabaja. Las características específicas de cada tipo de trabajo y las condiciones en que éste se lleva a cabo, exponen de manera diferente al riesgo de contagiarse. No es lo mismo trabajar de dependiente en un comercio abierto al público, de informático en un despacho, de repartidor ambulante de víveres, de ayudante de vuelo en un avión o de investigador en un laboratorio. Entremos pues en esta cuestión.
La primera referencia, corta pero imprescindible, es para el personal del ámbito de la salud, verdadero puntal de la sociedad tal como se ha puesto en primerísimo plano en este tiempo de pandemia y confinamiento. La profesión sanitaria ha asumido las mayores dosis de riesgo de todas las profesiones. Enfermeras, médicas y demás personal de este ámbito han estado en primera línea y han pagado un alto precio en términos de sobreesfuerzo y de angustia en el trabajo, y también en casa, por el peligro de contagiar la enfermedad a sus familiares. Asimismo la han pagado en términos de salud personal, incluidos contagios en acto de servicio, y, en casos desgraciados, con la muerte. A título de homenaje al conjunto de la profesión y a su ética profesional, no puedo dejar de mencionar al doctor chino Li Wenliang, muerto de coronavirus a principios de febrero, a los 33 años. Contrajo la enfermedad de un paciente sin síntomas al tiempo que intentaba alertar sobre el estallido vírico en Wuhan. Por esta actividad fue citado por la policía y denunciado por «hacer falsos comentarios en Internet sobre un estallido no confirmado de SARS», que luego se convertiría en el nuevo coronavirus SARS-CoV-2.[18] Poco antes de morir tuvo la triste compensación de ver como el Tribunal Superior del Pueblo de China anulaba la acusación de la policía.[19]
Actualmente, al ser las circunstancias menos críticas, la situación del personal sanitario ha mejorado. La saturación hospitalaria es menor y ya se cuenta con protocolos precisos y experimentados, aunque los medios son insuficientes de manera persistente y no está claro cómo el sistema sanitario podría afrontar una segunda crisis tan fuerte como la primera. Para la sociedad es realmente importante saber que los profesionales de este sector son personas con calificaciones especializadas, que, por definición, tienen conocimientos y criterios operativos y son capaces de poner en juego las precauciones necesarias, a pesar de incomodidades y carencias. Médicos, enfermeros y auxiliares trabajan con personas enfermas o presuntamente enfermas, con las que mantienen una relación profesional que puede ser intensa pero que tiene una duración, en principio, corta y limitada.
La problemática de los docentes es muy diferente. Durante el confinamiento han trabajado desde casa y, a gran escala, han improvisado una «docencia en línea» (por decirlo de alguna manera, sabiendo que es una expresión inexacta). Esta actividad, en algunos casos muy intensa, ha servido para mantener el vínculo entre escuela y alumno siempre que éste ha querido mantenerlo, y, además, ha contado con las condiciones para hacerlo. En muchas ocasiones, sin embargo, no ha sido así. No especularé ahora sobre la calidad y la eficacia de esta relación educativa mediada por la tecnología porque me desviaría del tema y además porque para saber con precisión qué ha pasado hay que hacer un gran trabajo de campo. Algún equipo investigadores debería profundizar en este asunto, sin tener, como parece ocurrir en ocasiones en la investigación educativa, prisas excesivas para ser los primeros en publicar, ni conclusiones pensadas de antemano.
Sigo con los docentes con un par de apuntes críticos. Mientras que en muchos ámbitos laborales y profesionales la gente ha visto enormemente mermados sus ingresos, en algunos casos hasta el punto de encontrarse en la situación horrible de que han desaparecido del todo, los enseñantes y el personal de las administraciones públicas (y los pensionistas) han seguido cobrando puntualmente. Muchos docentes han manifestado que durante el confinamiento han trabajado muchísimo (me lo creo) pero me parece que pocos han reconocido el privilegio comparativo que representa continuar cobrando, sobre todo cuando, siguiendo las necesarias instrucciones de las autoridades, muchas personas se han quedado en casa perdiendo sus ingresos o han tenido que salir y arriesgarse para llevar a cabo servicios esenciales como el abastecimiento de alimentos (producción, transporte y venta) o velar por el funcionamiento de las infraestructuras básicas, incluyendo el propio sector de la salud. Durante el confinamiento Internet ha funcionado y el agua ha seguido brotando de los grifos. Digo todo esto para resaltar que en estos pesados meses, el sector educativo, a pesar de trabajos y angustias, ha sido un sector privilegiado y que es justo que lo reconozca.
También aprovecho la ocasión para decir que me ha incomodado ver cómo mucha gente de este ámbito exhibía en las redes sociales su «sentido de responsabilidad» twitteando una y otra vez eslóganes del tipo «yo me quedo en casa», con el añadido de que lo hacía «por responsabilidad». No puedo dejar de decir que todo esto me parece un poco narcisista e incluso algo ofensivo, porque omite la correlación entre quedarse en casa y poder permitírselo. Absolutamente a ningún educador este detalle le debería pasar por alto. De manera seguramente inconsciente pero no por ello menos punzante, se ha auto-segregado de la gente que tenía que salir de casa para ganarse la vida, o de la que se quedaba, pero sin paga. Es un tanto incongruente proclamar que «por responsabilidad yo me quedo en casa» cuando a la hora concertada una persona llama a tu puerta para entregar los víveres del supermercado que has comprado por Internet, mientras otros, como el propio repartidor, trabajan expuestos a riesgos.
Si menciono todo esto es porque, en mi opinión, uno de los grandes y persistentes problemas de los profesionales de la educación es su torpeza para la comunicación con la sociedad. Demasiado a menudo los enseñantes, cuando hablamos, parecemos incapaces de ponernos en la piel del otro. Las organizaciones que los representan no son mucho mejores en este sentido. Pienso que este asunto requiere una seria reflexión, a buen seguro incómoda.
Hablemos ahora de los centros educativos. Uno de los implícitos del sistema escolar, que de tan implícito es obvio y por tanto pasa desapercibido, es que niños y adolescentes van a la escuela precisamente porque están sanos. Si un niño está enfermo o los padres sospechan que lo está, generalmente le hacen quedar en casa y consultan al médico. Cuando se sabe que un niño tiene una enfermedad contagiosa no se le permite ir a clase; ninguna autoridad sanitaria admitiría que un tuberculoso fuera a colegio. Ahora tenemos el dilema de si escolarizamos chicas y chicos enfermos que desconocemos que lo están, porque no tienen síntomas, y niñas y niños sanos pero potenciales receptores y a su vez vectores de contagios.
A pesar de la habitual transmisión de resfriados y gripes (y piojos) se da por hecho que la escuela no es un agente difusor de enfermedades que puedan tener un fuerte impacto en la sociedad. Se sabe que hay un riesgo pero se acepta en aras de beneficios y necesidades claramente superiores. Sin embargo, un brote de cólera o de tifus en un centro educativo, conllevaría una intervención enérgica e inmediata. Nadie en este caso invocaría que el provecho de la escolarización pasa por encima de la salud pública. Entonces, ¿donde estamos ahora con la pandemia del coronavirus? Esta es, en mi opinión, la gran cuestión: ¿es la salud individual y colectiva menos prioritaria que la necesidad de escolarizar a la gente joven? ¿Qué debe hacer un centro educativo cuando hay casos y deviene foco de contagio? ¿Debe permanecer abierto a riesgo de difundir la enfermedad? ¿Hasta qué punto puede seguir funcionando? ¿De qué alternativas se dispone? ¿Qué hay previsto o debería haberse previsto?
En relación a esto parece que las administraciones educativas han elaborado instrucciones con criterios y sugerencias, esperando que todo vaya lo mejor posible. No tengo claro cómo se materializarán algunas promesas de más recursos humanos y por lo tanto no hablo de ello (que se confirmara sería una gran noticia y una sorpresa muy bienvenida, sobre todo si se hace un buen despliegue). Las administraciones también piden a los centros que hagan sus propios planes, llegando a prescribir, en algunos casos, que designen un «responsable Covid-19». En mi opinión esto trivializa y desprecia la especialización y la experiencia necesarias para una problemática tan compleja. Es un trabajo imposible de improvisar, que pertenece de lleno al ámbito de la sanidad, no de la docencia. Mucho me temo que más bien es un artefacto burocrático para que haya alguien con la obligación de dar la cara y de hacer y enviar toneladas de informes a unas administraciones insaciables de datos. El papel del «responsable Covid-19», posiblemente también sea hacerse con su parte en el reparto de culpas, llegado el momento.
Admitiendo, aunque se haga difícil, que todo pueda estar bien meditado, las perspectivas de que las instrucciones de las admistraciones sean factibles y eficaces son bien escasas, lo que es más fácil de ver si se ponen en perspectiva. Sustancialmente hemos dicho adiós al turismo exterior y los desplazamientos internacionales, a la música en vivo, al cine, al teatro, al deporte como espectáculo en directo y a la vida nocturna. Hemos limitado la actividad de las empresas, que cuando se lo han tomado en serio han implementado fuertes medidas de protección y distanciamiento, que conllevan trabajar de manera diferente y hacer un uso mucho mayor de la tecnología y de Internet. Se han prohibido reuniones de más de 10 personas, se controla la aglomeración en las playas, se imponen mascarillas obligatorias en establecimientos comerciales, en edificios oficiales y en la vía pública. En las oficinas de las administraciones se entra con cuentagotas y las precauciones que se aplican hacen que cualquier gestión se convierta en una pequeña odisea. Una tuit reciente (lamento no ser ahora mismo capaz de identificar a su autor) hablaba de un profesor que fue a una consejeria de Educación para informarse de algo y después de esperar fuera entró con mascarilla por un máximo de 15 minutos porque era considerado portador de riesgo. Se limita el número de clientes simultáneamente presentes en un comercio o en una oficina, por ejemplo bancaria, donde, como en casi todas partes, hay que esperar en la calle. Se impone una distancia interpersonal mínima de 1,5 o 2 metros en muchos lugares, en particular en bares y restaurantes, con las correspondientes restricciones en cuanto a fiestas y bodas. Se extiende de manera considerable una especie de «medicina a distancia», sobre todo telefónica, en la que los médicos no ven ni tocan los presuntos pacientes. Incluso, casi hemos dejado de despedir a los difuntos para que la gente no se reúna en un mismo lugar y momento, que es precisamente lo que ocurre en las escuelas: se coincide intensamente en espacio y en tiempo, poco espacio y mucho tiempo.
Los motivos contundentes que justifican unas alteraciones tan considerables de la vida cotidiana, parece que dejan de ser relevantes cuando se trata de instituciones educativas que acogen a niños y jóvenes, entidades que, repito, reúnen de manera concentrada mucha gente durante muchas horas. De hecho, en cuanto las normativas y recomendaciones que se han dictado en relación a la Covid-19, el sistema educativo se convierte en una categoría aparte, donde se produce una especie de estado de «suspensión» de la realidad imperante en todos los demás ámbitos. En cuanto a los docentes, es bien comprensible su desazón ante la perspectiva de estar diariamente varias horas en contacto con multitud de posibles portadores asintomáticos en espacios cerrados, sin posibilidades reales y efectivas de protección.
Debería ser obvio que hacer funcionar los centros educativos en condiciones bastante similares a las de siempre, con grupos de 20, 25 o 30 alumnos, –por mucho que se hable de grupos de convivencia estables y los discursos oficiales cuenten con notables innovaciones terminológicas– no se corresponde con las medidas que se imponen y se aplican en la vida social y económica. Las administraciones educativas pueden escribir y mandar lo que quieran pero las expectativas de distanciamiento, de agrupamientos pequeños y disjuntos de alumnos sin contacto entre ellos, de protocolos de movilidad dentro de los edificios escolares, de ventilación, de higiene de manos, de uso de los aseos, de régimen de entradas y de salidas, etc. etc., son irreales e impracticables, tanto por la propia naturaleza del trabajo como por las condiciones estructurales y materiales habituales de los centros educativos.
El uso de espacios adicionales para esponjar la densidad de alumnos es asimismo incierto. En mi ciudad, Mataró, que tiene algunos colegios públicos y privados con patios bastante grandes, no he visto ni una sola carpa destinada a ampliar el espacio disponible y permitir mayores distancias. Supongo que esta ciudad no es una excepción y que prácticamente en ninguna parte se están instalando carpas externas, cosa que no debería ser tan cara, al menos en relación al beneficio que se puede derivar. ¿Podrían los ayuntamientos implicarse en este asunto para el bien de sus ciudadanos jóvenes? ¿Quizás lo están haciendo?
Por el lado pedagógico no me consta, y ojalá me equivoque, que se haya avanzado en la introducción firme de la mentoría, entendida en el sentido de que en primaria y al menos en el primer ciclo de ESO, cada alumno tenga asignado un docente de referencia que lo conozca y haga el seguimiento. A cada maestro se le debería encomendar, como dedicación principal, velar por el aprendizaje de 10 o 12 alumnos creando planes personalizados, y mantener la interacción con cada uno de ellos, esté el alumno donde esté y pase lo que pase en los centros según la evolución de la pandemia. Tanto que se habla de personalización del aprendizaje para encontrarnos que el concepto no se desarrolla cuando llega el momento. Pienso que cosas como estas –espacios y personalización– hace muchas semanas que deberían estar en plena efervescencia. Que no lo estén (es lo que yo percibo, aunque quizás me equivoco) es para mí un síntoma de la rigidez de las administraciones educativas, que ya hace mucho tiempo que dura y que es proporcional a su desmesurada dimensión.
Es de temer que cuando se deba hospitalizar alumnos o docentes o bien poner individuos y grupos en cuarentena, estallen los rumores y las sospechas de contagios y los grupos de WhatsApp saquen humo. Mucha gente se asustará o se desanimará y toda la fachada organizativa se puede ir al traste. ¿Como queda entonces la obligatoriedad de la educación obligatoria? (disculpen la redundancia). La obligatoriedad que la ley establece, ¿tiene algún tipo de flexibilidad? Difícilmente alguien puede obligar a las familias a enviar a sus hijos a centros donde se están produciendo contagios. Esta es una posibilidad tan real que el gobierno inglés, pensando en la línea Trump, ya ha amenazado con aplicar sanciones a las familias que no lleven a sus hijos a la escuela.[21] Tal vez aquí también las administraciones tomen medidas contra los padres «absentistas», pero parece difícil que puedan tener eficacia o incluso evitar reacciones trasladadas al ámbito judicial. Quien decide en último término si una ausencia es justificada o no, es la máxima autoridad del centro educativo. Los directores, como responsables de la comunicación con las autoridades administrativas, pueden tener un serio problema de conciencia en relación a esta comunicación, porque puede alterar radicalmente la confianza entre la familia y la institución. No quisiera estar en la piel de un director o directora que comunica a las autoridades que una familia no lleva a sus hijos a la escuela porque no quiere, y no quiere porque tiene miedo.
Personalmente espero que a ningún burócrata se le ocurra perseguir de oficio a las familias que prefieran ahorrar riesgos a sus hijos, aunque estoy convencido de que los hay. Porque, si la pandemia no se detiene, inevitablemente habrá familias que preferirán que los pequeños estén en casa. Serán especialmente las que se lo pueden permitir y esto acentuará diferencias sociales. Por querer abrir los centros a ultranza para que no aumenten las diferencias, tal vez se acabará consiguiendo lo contrario. «Si tuviera un hijo en edad escolar, no lo enviaría a la escuela», dice alguien tan calificado (y seguramente con posibles) como el director de la división de enfermedades infecciosas de la George Washington University.[15] Quizás eso mismo ocurra aquí, incluso con personas que actualmente son firmemente partidarias de la apertura de los centros. Cambiar de pensamiento es humano, especialmente cuando las cosas van mal, y quien se lo pueda permitir será de los primeros en ponerlo en práctica.
Puesto a especular, diría que es posible que mientras no haya una vacuna de eficacia probada, la obligatoriedad de la educación deba quedar en suspenso, porque la premisa de que los centros son seguros deja de ser válida y pierde la aceptación general que ha tenido hasta ahora. ¿Se puede impedir legalmente que una familia tome la decisión (entiendo que por ahora ilegal) de educar en casa en tiempo de pandemia alegando que la escuela es insegura? En este país no hemos querido afrontar el tema del home-schooling, ni siquiera temporal, y ahora nos puede estallar en la cara con argumentos creíbles y renovados. Pienso que nos lo merecemos.
Voy terminando. El tema que concentra la actualidad informativa es la reapertura de los colegios en septiembre. Es evidente que es un asunto complejo y arriesgado, tanto aquí como en muchos otros lugares del mundo. En este sentido no estamos solos. Ciertamente no parece que los agentes sociales, políticos y profesionales hayan tenido las ideas demasiado claras (quien quiera hacerse una idea propia, le recomiendo que mire un rato sus webs institucionales). Quizás esta carencia se deba a que, cuando el mes de marzo los centros educativos cerraron puertas, se confinaba la población en los domicilios y a la vez cesaba una parte sustancial de la actividad económica, poca gente pensaba que medio año más tarde la situación aún sería tan problemática. Sin embargo aquella normalidad queda lejos. Ahora estamos en una situación que en terminología prospectivista puede calificarse de postnormal, porque los datos de lo que ocurre son sumamente complejos, hay varios sistemas de valores en contraposición, los riesgos son muy altos y al, mismo tiempo, las decisiones son muy urgentes.[22]
La sensación de que no se ha aprovechado el tiempo es muy general. En este contexto, el mundo educativo está tenso y los responsables de gestionarlo no las tienen todas. Estos días se ha anunciado para el 27 de agosto una reunión entre varios ministerios del gobierno central y las consejerías de Educación autonómicas, sin que sea nada claro lo que se puede esperar de bueno en una fecha tan tardía.[23] Hace más de cinco meses, concretamente el día 11 de marzo, terminó de golpe la incredulidad internacional sobre el carácter altamente infeccioso y la extensión creciente de la Covid-19. Fue cuando el director general de la OMS declaró la pandemia. Entonces, el Dr. Tedros Adhanom Ghebreyesus (ese es su nombre) afirmó: «Todos los países deben encontrar un delicado equilibrio entre la protección de la salud, la minimización de los trastornos sociales y económicos, y el respeto de los derechos humanos.»[24] Vuelvo por tanto a las obviedades: la salud es un derecho humano primerísimo, también para niños y jóvenes. Espero que cuando los dignatarios se reúnan en pocos días lo tengan bien presente.
La imagen mental que para mí mejor condensa el conjunto de la situación es la de una liebre en la noche, en medio de la carretera, agazapada, deslumbrada por los faros, petrificada, que no sabe qué debe hacer. Los segundos pasan rápidamente y el coche se le acerca imparable hasta que se acaba el tiempo, con el desenlace obvio. En esta pesadilla nerviosa todavía me queda una brizna de esperanza: que en el último momento la liebre sea capaz de dar un brinco muy fuerte y esquive al vehículo. La liebre obviamente es un sistema educativo personificado en una amplia galaxia de directivos y administradores. El coche que no frena, indiferente a la liebre, es el coronavirus. Me preocupa mucho pensar que el próximo curso no sólo sea un curso semiperdido como el 2019-20 (esto, que es muy lamentable, en cierto modo ya me parece lo de menos), sino el curso de un desastre sin paliativos generado por la incapacidad colectiva de hacerlo mejor, el curso de una doble catástrofe sanitaria y moral nutrida por la indecisión en los ámbitos donde se concentran las mayores responsabilidades.
No me invento la contundente calificación de doble catástrofe. La he encontrado en un artículo de la revista Foreign Policy, fundada por Samuel Huntington y poco sospechosa de extremismo, que tacha de bancarrota moral la posición de hacer funcionar los centros educativos sin haber tomado todas las medidas necesarias para que lo hagan con seguridad.[25] Este artículo señala sin tapujos que esta doble catástrofe médica y moral ha sido inducida precisamente por quien debería haber sido capaz de evitarla. Son palabras fuertes pero justificadas por el hecho esencial que antes he anticipado y que vale la pena reiterar: los niños y los adolescentes no son los responsables últimos de su salud y de su bienestar. Esto corresponde a los adultos que los cuidan, sea porque son padres y madres, sea porque ejercen un mandato institucional y tienen responsabilidades profesionales, legales y éticas. Si las decisiones que toman los adultos, por razonables o por forzadas por las circunstancias que puedan ser, tienen como resultado la expansión de la enfermedad entre la juventud, la responsabilidad que adquieren es enorme y trascendental.
Según como vayan las cosas, este puede ser el curso en el que los adultos fallen a los jóvenes. Nada me gustaría más que equivocarme. Pero si esto ocurre, si la enfermedad se esparce por los centros educativos, a la crisis sanitaria, económica y social del Covid-19 se añadirá la deslegitimación del Estado como gestor del sistema educativo y como garante del derecho a la educación.
Ferran Ruiz Tarragó
Apéndice A. Cuatro precisiones en calidad de «disclaimer».
1) Soy consciente de que quien habla de catástrofes puede ser tachado de catastrofista. No me gusta el calificativo pero lo acepto, porque lo que está en juego es enormemente importante. Estamos hablando del impacto potencial de un virus muy contagioso en la vida de prácticamente la totalidad de la gente joven del país. 2) Nunca en mis escritos pretendo ridiculizar, ofender ni descalificar a nadie, tampoco en este. 3) Todo lo que he escrito son hechos más o menos bien documentados y opiniones mías, sintetizadas y ordenadas de manera personal, porque no represento a nadie ni pretendo tener ningún tipo de autoridad. He trabajado en la enseñanza y la administración educativa y acabé mi trayectoria profesional con el honor de presidir el Consejo Escolar de Cataluña. Esta es, en conjunto, la raíz de mis percepciones. 4) Mi blog lleva el título «Notas de opinión», que nunca me ha gustado. Sin embargo lo escogí para dejar meridianamente claro que soy sólo una persona que opina, lo que hago con buena voluntad, aspirando a que las cosas sean mejores para todos. Todavía creo en el valor de los argumentos en papel.
Apéndice B. La catástrofe sanitaria y moral de las residencias de ancianos.
Calificar de catástrofe sanitaria y moral lo que ha pasado (y quizás esté pasando todavía) en las residencias de ancianos no es una especulación sino que es una realidad. Es una demostración inapelable de la doble catástrofe que he mencionado (y que en el ámbito educativo aún se puede evitar). Se ha permitido que en las residencias la gente anciana muriera sola y asustada en una proporción aterradora. Según datos del Ministerio de Sanidad, más de 27.000 personas han muerto entre el 6 de abril y el 20 de junio. El documento «Poco, tarde y mal» de MSF (MSF, Agosto 2020) habla del «inaceptable desamparo» de las personas mayores en las residencias españolas durante la pandemia.[26] Los poderes públicos han desentendido de la calidad de la vida y de la asistencia que debe recibir la gente mayor, permitiendo la explotación económica de las necesidades derivadas de la dependencia inherente de la vejez, con un modelo de negocio reprobable.[27] El ensayista César Rendueles en un tuit decía que deberían ser abolidas, tal como en su momento lo fueron los manicomios [Twitter, @crendueles, 23 de marzo].
Apéndice C. Miscelánea.
El artículo me ha salido largo y posiblemente caótico. Agradezco a los lectores su paciencia y a la vez me disculpo por no haber tratado temas importantes. Hacer un artículo mejor y más completo habría alargado aun más el texto y a su vez retrasado la publicación en el blog, que ya no puede esperar más. Uno de estos temas omitidos es qué pasa con las necesidades educativas especiales en tiempos de pandemia. Otro es que harán las universidades y qué grado de autonomía y libertad tendrá el docente universitario para decidir cómo debe ser su relación con el alumnado. ¿Qué contraste habrá entre universidad y sistema educativo?
Sé que he hablado poco del profesorado y cuando lo he hecho quizás he salido por la tangente. El maestro está preocupado por él mismo, por su familia y por sus alumnos, y tiene muchos motivos para estarlo. Uno de ellos es que cuando una relación es larga o habitual, tal como ocurre con el alumnado, la eficacia del distanciamiento se vuelve limitada o quizás inexistente. Ni siquiera manteniendo la distancia con los alumnos (si eso fuera posible), sería garantía de nada. Esta es una muestra de los problemas muy complejos que afrontan docentes, por lo que no es admisible que sean tratados como borregos sacrificiales, como tampoco lo sería en ninguna otra profesión.
Un desastre natural (tal vez de origen artificial) ha cambiado la vida tal como la conocíamos y practicábamos. Es un problema sistémico que ninguna persona no puede resolver individualmente. Quede constancia de que esto va para largo, como avisa Michael Fullan: «If you are a student, a parent/caregiver or a teacher in Ontario my best advice is treat the next two years as if you were living in the Wild West –survival, persistence, small teams and eventually the emergence of people and new cultures-systems change is relentlessly bottom up «[Twitter, @ MichaelFullan1, 17 de agosto].
Apéndice D. Referencias.
[1] Coronavirus: Why Spain is seeing second wave.
[2] Ningunear el derecho a la educación.
[3] España supera los 3.000 contagios diarios por primera vez desde el desconfinamiento.
[4] Germany records highest virus cases since April.
[5] Coronavirus: New Zealand locks down Auckland after cases end 102-day run.
[6] New Zealand Election Delayed Amid New Coronavirus Outbreak.
[7] NYC Department of Education. Welcome to the 2020-2021 School Year.
[8] N.Y. Schools Can Reopen, Cuomo Says, in Contrast With Much of U.S.
[9] Can Los Angeles Schools Test 700,000 Students and 75,000 Employees? That’s the Plan.
[10] There Isn’t a Coronavirus ‘Second Wave’.
[11] As the Coronavirus Comes to School, a Tough Choice: When to Close.
[12] Suspension Lifted of Georgia Student Who Posted Photos of Crowded Hall.
[13] Covid in the Classroom? Some Schools Are Keeping It Quiet.
[14] WHO Director-General’s opening remarks at the Member State briefing on COVID-19 – 20 August 2020.
[15] This Push to Open Schools Is Guaranteed to Fail.
[16] Covid-19 Spread Fastest by Teens and Tweens, Korea Study Finds.
[17] Hallados coronavirus infectivos en el aire a casi cinco metros de un enfermo.
[18] Li Wenliang.
[19] Li Wenliang: Coronavirus death of Wuhan doctor sparks anger.
[21] Penalty fines for missing school next term.
[22] Temps postnormals.