A mediados de julio de 1518 una mujer se puso a bailar sin parar en una calle de Estrasburgo, induciendo la gente a imitarla. Una semana después una treintena de bailarines dominados por un impulso irresistible polarizaban la atención de la ciudad. Al principio las autoridades pensaron que este baile incesante atraería visitantes y alquilaron músicos para acompañar a los bailarines y dar al acontecimiento un aire de fiesta popular. Sin embargo no era una fiesta alegre. Los bailarines no parecían disfrutar con la danza. Más bien expresaban sufrimiento, desesperación y que necesitaban recibir ayuda. Los que tenían el corazón más débil o menos energía comenzaron a morir, pero la fiebre colectiva siguió in crescendo. Las autoridades alsacianas optaron por no reprimir la gente de la calle, pensando que lo mejor era dejar que los danzantes agotaran su energía y que el fenómeno finalizaría solo cuando ya no pudieran más. Pero, aunque los relatos varían, parece ser que a finales de agosto había cuatrocientas personas bailando compulsivamente. Entonces los gobernantes de la ciudad decidieron imponer el retorno a la normalidad, lo que lograron dispersando los bailarines por sitios rurales y santuarios en las montañas. El episodio finalizó bastante civilizadamente a comienzos de septiembre, casi dos meses después de haber comenzado, sin que tuviera el final siniestro que habría podido tener si se hubiera extendido la idea de que el baile colectivo era algún tipo de ritual pagano o de culto herético merecedor de la hoguera.

La epidemia o plaga del baile de Estrasburgo tuvo lugar hace exactamente 500 años. Se ha especulado que tal vez fuera un envenenamiento masivo por hongos pero esta interpretación tiene poco peso. Como los protagonistas eran gente muy pobre, la principal hipótesis es que su estado de tránsito se corresponde con un episodio de histeria colectiva causada por el hambre y la miseria, una especie de desesperación vital posiblemente potenciada por la fe en San Vito, un santo que tenía el poder de poseer la mente y castigar el cuerpo con una danza compulsiva. Modernamente se considera que fue un caso de enfermedad psicogénica de masas (en inglés Mass psychogenic illness, MPI), enfermedad de carácter social que se manifiesta especialmente en grupos personas vulnerables expuestas a una determinada causa que dispara los síntomas.
Se sabe que en la Edad Media hubo otros fenómenos similares si bien no tan notorios, y que lo mismo ha ocurrido en todas las épocas. En 1962 un centenar de chicas de un internado de Tanzania experimentó una epidemia de risas y en 2011 un grupo de alumnos del instituto de Le Roy, ciudad del estado de Nueva York próxima a la frontera canadiense, sufrieron un serio episodio de convulsiones incontrolables acompañadas de espasmos, tics y tartamudez.
En principio, la MPI se difunde a través de la vista y el sonido en una situación de proximidad física. Sin embargo, dado que las telecomunicaciones son una extensión de nuestros ojos y oídos, es natural plantear si la conectividad electrónica visual y sónica puede sustituir al contacto directo como condición del desarrollo del síndrome. Un artículo del Journal of the Royal Society of Medicine informa que cada vez parece más real la posibilidad de que la MPI se pueda difundir a través de Internet, redes sociales y otros sistemas de telecomunicación afectando personas que no tienen una relación previa y están situadas en lugares distintos. Así, la circulación electrónica de estímulos e informaciones que afectan la atención y la imaginación puede dar lugar a las vocalizaciones, tics y comportamientos propios de la MPI sin necesidad de presencialidad. Este parece ser el caso de Le Roy High School, donde, según informa The Atlantic, también contrajo la enfermedad una enfermera ajena al instituto que seguía las noticias por medio de Facebook. Es por otra parte sabido que el uso de esta plataforma puede empeorar la depresión y la ansiedad y que en YouTube hay videos que muestran movimientos desordenados de naturaleza psicogénica.[1]
Con independencia de que la MPI se propague o no electrónicamente, es innegable que los medios de comunicación influyen en los individuos, tanto en el plano intelectual como en el emocional. Pantallas y auriculares conectados al cerebro transmiten sin cesar imágenes, sonidos, conceptos, estímulos, sensaciones y vivencias que penetran en el cuerpo como si fueran contagios, y que como tales son difíciles de prevenir y de gestionar. Nos encontramos así ante lo que John Sweeney llama «conectividad infecciosa»[2], entramado de flujos comunicativos que inciden en las personas y que son prácticamente inevitables en un sistema de vida cada absolutamente dependiente de interacciones y actividades mediadas por la tecnología. Que la mitad de la población mundial está conectada a redes de comunicación –dato que, según informa The Guardian, precisamente se ha producido este 2018– pone de manifiesto el alcance portentosamente global del fenómeno infeccioso.
Las redes sociales digitales han hecho crecer exponencialmente el alcance de la conectividad con efectos enfermizos, pero es el mundo de la TV el que ha generado un grave precedente que no ha parado de crecer. Me refiero a los reality shows, verdaderos focos de infecciones mentales que crean adicción al tiempo que promueven «valores» como banalidad y chismorrería, desconsideración, egoísmo y avaricia, consumo irreflexivo, identidades primarias excluyentes y menosprecio de la racionalidad, de los matices y las diferencias. En una palabra, todo lo contrario de lo que la educación se esfuerza en conseguir.
Las oportunidades de participación que proporciona Internet son extraordinarias. No obstante, parece que no las sabemos aprovechar suficientemente bien y que permitimos que mecanismos opacos de manipulación actuen libremente. Es bien conocido que desde los mismos orígenes de la Internet masiva los datos que producen los usuarios de las redes se han usado para enviar anuncios personalizados con finalidad comercial. Pero ahora, los neuromarketers aplican sin restricciones la neuropsicología para influir en las decisiones de los consumidores. No hace demasiado tiempo que Facebook se jactaba ante los anunciantes de que estaba en condiciones de determinar los estados emocionales de los adolescentes en función de su comportamiento en la plataforma social, e incluso, de saber en qué momentos los jóvenes necesitan algo que estimule su autoestima.[3]
La infección personalizada no es sólo comercial. También se envían notícias manipuladas o falsas para promover determinadas tendencias ideológica y opciones políticas, con una intensidad y un alcance que embrutecen la opinión pública y adulteran el ejercicio de la democracia. Un ejemplo destacado –i crucial, dadas las consecuencias que ha tenido— és Cambridge Analytica, empresa británica que procesó datos de muchos millones de usuarios de Facebook para influir en la elección de Donald Trump el año 2016. La propia Facebook Inc. estima que 126 millones de personas (¡más de la mitad de la población de Estados Unidos con derecho a voto!) recibieron contenidos servidos por una factoría de notícias manipuladas o falsas relacionada con el gobierno de Rúsia, troll farm conocida como Internet Research Agency, con más de 2700 cuentas de Twitter dedicadas a este tema.[4]
La combinación y acumulación de fake news, de reality shows, de determinados formatos televisivos (como las tertulias) y de usos sectarios de los medios digitales tiene como efecto la radicalización de la ciudadanía y el crecimiento de la intolerancia, la xenofobia y el populismo. El peligro que se empleen técnicas de este estilo para la manipulación política y social y como armamento psicológico en situaciones de conflicto es bien real. No escapa a nadie la alarmante extensión de autocracias y sistemas autoritarios –más o menos disimulados—en los últimos años en muchos países. Gran parte de las élites europeas (intelectuales, políticas, profesionales, científicas, culturales, etc.) tenían hasta hace poco la convicción de que Europa nunca volvería a su pasado fascista. Sin embargo, el uso masivo y combinado de redes sociales y medios de comunicación por parte de determinados grupos poderosos hace que esta confianza se esté desvaneciendo rápidamente. Estamos siendo testigo, parte y víctima del proceso más perverso de conectividad infecciosa: la promoción masiva del populismo a través de los instrumentos sociales y tecnológicos de comunicación.
Los ciudadanos de hoy podemos estar satisfechos de comer y vestir mejor, vivir más años y ser más ricos, pero, colectivamente, tal vez tenemos bastante en común con aquellos pobres bailarines de Estrasburgo de hace cinco siglos. La diferencia es que conocemos la naturaleza de la infección que nos afecta y tenemos capacidades y conocimientos para superarla. No es tan seguro que tengamos la voluntad de hacerlo.
Ferran Ruiz Tarragó
[1] The New York Times, 24 de noviembre 2018, Do You Have a Moral Duty to Leave Facebook?
[2] John Sweeney (2017) «Infectious Connectivity: Illustrating the Three Tomorrows «. En: «The postnormal Times Reader», editado por Ziauddin Sardar, Centre for Postnormal Policy & Futures Studies. Esta referencia es un buen lugar para señalar que sin este artículo de Sweeny yo no habría escrito este post y que incluso he tomado de prestado su título.
[3] Jean M. Twenge, Have Smartphones Destroyed a Generation? The Atlantic, September 2017 Issue. Al respecto, Facebook negó que estuviera ofreciendo instrumentos para llegar a la gente en función de su estado emocional, pero la experiencia enseña que hay que tomar esta afirmación con bastante reserva.
[4] Facebook, Twitter, Google defend their role in election. Seth Fiegerman and Dylan Byers @CNNMoney November 1, 2017.