El Cisne Negro

Juvenal fue un poeta romano que vivió a caballo de los siglos I y II. Creador de expresiones tan conocidas como panem et circenses y mens sana in corpore sano, fue el primero en emplear la expresión rara avis para hacer referencia a «un ave tan rara como un cisne negro». El plumaje blanco se consideraba consustancial con la especie, por lo que la posibilidad de un cisne de pluma negra era una excepcionalidad casi impensable, pura entelequia. Sin embargo, a finales del siglo XVII el explorador holandés Willem de Vlamingh descubrió que en Australia vivían cisnes negros (cygnus atratus) en abundancia. Llevadas a Europa, estas aves fueron consideradas epítome de lo raro, insólito o extraordinario.

Nassim Taleb, investigador matemático y trader financiero de origen libanés, convertido en académico y ensayista filosófico, publicó en 2007 el libro The Black Swan: The Impact of the Highly Improbable [El cisne negro. El impacto de lo altamente improbable (Ed. Paidós 2008)] donde explica que las cosas no pasan siguiendo un programa (tampoco en nuestras vidas) y que a gran escala hay acontecimientos especiales con un impacto enorme, raros como un cisne negro, para los que no se está preparado. Estos acontecimientos tienen a menudo efectos perjudiciales, incluso funestos, aunque no siempre sea así. Según Taleb, una pequeña cantidad de cisnes negros explica casi todo en nuestro mundo, desde el éxito de las ideas y religiones, a la dinámica de los acontecimientos históricos, hasta los elementos de nuestra vida personal. Estos son los cisnes negros a los que me referiré en este artículo y no en la película de Natalie Portman, la canción del grupo coreano BTS, o a clubes de jazz y restaurantes de todo el mundo que toman ese nombre para evocar un ave tan hermosa.

La extinción de los dinosaurios y de tres cuartas partes de las especies hace 66 millones de años por el efecto del impacto de un meteorito sobre la Tierra (extinción del Cretácico) sería un caso extremo de Cisne Negro, evento sobremanera singular y catastrófico, imposible de predecir, aparte de que no había nadie capaz de hacerlo, y, en cualquier caso, imposible de evitar. Tampoco es éste el tipo de cisne negro que nos interesa, sino el asociado a acciones humanas que se sitúan fuera de las expectativas normales de los expertos (en historia, ciencia, finanzas, tecnología… quizás también en educación). El estallido de la Primera Guerra Mundial, la crisis económica de 2008 o la pandemia SARS-Covid-19 son buenos ejemplos de cisnes negros en tanto que eventos de gran impacto, en esencia imprevistos.

No todo el mundo tiene la misma percepción de los cisnes negros: en el mundo occidental la destrucción de las torres gemelas de Nueva York fue un Cisne Negro para la inmensa mayoría, y lo fue muy especialmente para quienes directamente recibieron sus consecuencias. No lo fue en cambio para los autores de los atentados, ni quizás para algunos estudiosos de la gestación del islamismo radical o para ciertos analistas de la CIA. Para la historiadora política francesa Hélène Carrère d’Encausse, que en 1978 predijo la fractura de la Unión Soviética, este evento ocurrido en 1990 no fue inesperado, pero para el resto de la humanidad, y en especial para la población de ese país, fue un Cisne Negro con mayúsculas, cuyas consecuencias, como la guerra de Ucrania, son parte de nuestra realidad cotidiana.

Taleb señala que la magnitud de nuestros errores o incapacidades de predicción es menos sorprendente que la falta de conciencia que tenemos de esa ignorancia, y que esto es especialmente preocupante cuando se trata de conflictos mortales: las guerras son fundamentalmente imprevisibles, y hacemos como si no lo supiéramos. A falta de previsión, es habitual que respecto a eventos tipo cisne negro se inventen explicaciones a posteriori. Periodistas, académicos y expertos establecen una especie de “predictibilidad retrospectiva” que los hace explicables y en cierto modo les confiere el carácter de eventos naturales o lógicos o esperables. En el libro mencionado y en otros, Taleb ―autor prolífico― no deja de insistir en que esto es especialmente aplicable al campo de la economía, y mantiene una actitud polémica hacia los “expertos y vestidos vacíos (farsantes)” (sic) que prosperan gracias a interpretar el pasado y seguir equivocándose con métodos y modelos inapropiados. Tampoco es tímido cuando afirma que “debido a la falta de comprensión de las cadenas causales entre la política y las acciones, es fácil que provoquemos Cisnes Negros gracias a la ignorancia agresiva, como el niño que juega con un kit de química”. Leyendo esto no se puede evitar pensar en la eventual pertinencia de estas ideas al ámbito de la educación, al menos desde el punto de vista de muchos que viven la realidad desde la misma base.

Para el autor de The Black Swan los predictores que se emplean en nuestras sociedades pueden valer para predecir lo habitual, pero no para lo irregular, y aquí es donde en última instancia fracasan. Los sucesos casi siempre son estrafalarios y como ningún experto quiere parecerlo, los diagnósticos de éstos acaban convergiendo en estimaciones no provocativas que excluyen singularidades y que van acompañadas de artefactos matemáticos incomprensibles para sus clientes. Me permito recordar aquí lo que expliqué en el artículo La búsqueda del borracho: que la cuantificación es una tecnología de la confianza porque se presupone (ya la vez se quiere creer) que describe la realidad de manera objetiva. Y también que el sector de la educación está saturado de indicadores cuantitativos que proporcionan cierta información pero que son insuficientes para saber qué está pasando y lo son menos aún para iluminar las zonas desconocidas.

El razonamiento de Taleb es que, a pesar de nuestro progreso y crecimiento, el futuro será progresivamente menos predecible, pero tanto la naturaleza humana como la actual «ciencia» social (las comillas son del autor) conspiran para escondernos esta idea. Contrariamente a lo que dan a entender muchos de nuestros hábitos de pensamiento, nuestro mundo está dominado por lo extremo, lo desconocido y lo muy improbable según nuestros conocimientos actuales, pero, sin embargo, perdemos el tiempo hablando de pequeñeces, centrándonos en lo que es conocido y repetido, limitándonos a las expectativas normales y excluyendo de los análisis los factores irregulares y los eventos estrafalarios que pueden tener un gran impacto.

Llegado a este punto utilizaré la etiqueta “momento Lomloe” para designar el conjunto de factores y circunstancias verdaderamente amplio, difuso y complejo que confluyen en el actual período de despliegue de la nueva ley educativa. Esto me permite llegar al objetivo de este artículo: plantear la posibilidad de que el “momento Lomloe” que vive actualmente el sistema educativo y el conjunto de la sociedad sea un verdadero Cisne Negro con enormes consecuencias, cuyo carácter sólo seremos capaces de valorar retrospectivamente en un tiempo, quizás 5, 10 o 20 años. Mucho me temo que las consecuencias no serán generalmente positivas.

Los factores y circunstancias a los que hago referencia no pueden precisarse en el marco de un artículo como este, pero sin embargo y simplificando muchísimo, detallo algunos conceptos: inversión en educación eternamente insuficiente en términos reales y comparativos; ratios excesivamente altas; penuria económica crónica en cuanto a funcionamiento de los centros educativos; menoscabo administrativo y mediático de la profesionalidad de los docentes, últimamente extendida a la importancia de las especialidades y los conocimientos específicos; intervencionismo administrativo y burocracia asfixiante; injerencia metodológica (lo que la administración educativa nunca debería hacer ni haber hecho); procedimientos de evaluación en construcción “experta”, que no pocos califican de esotéricos, confusos e inaplicables; incoherencia del liderazgo universitario; instalaciones físicas insuficientes e incómodas, con carencias de todo tipo: de espacios, infraestructuras, arquitectura ―¿cuántas aulas tienen climatización y salida de emergencia?); sistemas de adscripción del profesorado que han evolucionado en el sentido de ser proclives al nepotismo; asociaciones profesionales débiles, a menudo silenciosas en relación a los asuntos profesionales más candentes y alejadas de la base docente … la lista podría ser mayor y más explícita, pero, en mi opinión, todos estos factores y circunstancias son vigentes aquí y ahora, y la mayoría de ellos no son precisamente nuevos.

Si a todo esto añadimos que la pandemia ha estresado el sistema educativo y especialmente a los cargos directivos ya los docentes más implicados hasta un punto difícil de imaginar por quienes lo miran desde fuera, con todo ello a la vista, ¿no es estrafalario el paroxismo normativo y procedimental que las administraciones educativas (hablo en general) están imponiendo al sistema educativo con mucha precipitación y escasa consistencia? Este “momento Lomloe”, ¿no conlleva el riesgo de provocar algo ―nunca antes sospechado― de que el propio aparato educativo del Estado, por prepotencia e imprudencia, acabe ocasionando un verdadero Cisne Negro de la educación en el país? Un Cisne Negro cuyas consecuencias irreversibles me temo que constataremos aturdidos y humillados dentro de unos años.

Yo no me considero inmovilista, y estoy convencido de que la educación necesita grandes cambios, pero serios y bien hechos. Términos como innovación y transformación me parecen necesarios, pero deben designar mejoras reales del aprendizaje de los alumnos y de la atención que reciben. Y estas mejoras requieren recursos intelectuales, económicos y organizativos. Uno de los factores por los que los sistemas educativos se basaban en la clase tradicional es que era y es el sistema más barato posible. Por ejemplo, podemos legítimamente preferir el aprendizaje basado en proyectos, mientras no perdamos de vista que llevarlo a la práctica con garantías es sustancialmente más costoso que el sistema tradicional, a menos que el proyecto se limite a buscar en Google. Y si los recursos extra que harían falta no están ahí, no nos engañemos a nosotros mismos ni a los demás: el ABP puede ser fantástico pero también puede ser una caricatura. Y no se puede olvidar que además de recursos, hace falta respeto (nunca me miro un anuncio que diga “Hola Profe”), confianza y seguridad. La inseguridad actual no es sólo pedagógica, sino también posiblemente jurídica. Este ámbito ciertamente se me escapa, como tantos otros, pero encuentro inquietante que haya territorios en los que el curso ha comenzado sin currículos publicados o donde los alumnos han iniciado el bachillerato sin que estén oficialmente establecidas las características de las pruebas de acceso en la universidad. Para mí esto son factores de inseguridad y distorsión, que no concuerdan con la pretensión de las instituciones que gestionan el sistema educativo a todos los niveles de dar la apariencia que tienen una “visión” llena de bondades y exenta de riesgos, cuando los riesgos ―al menos para este modesto y ya jubilado observador― son realmente sustanciales.

Odiaría parecer catastrofista pero los Cisnes Negros pueden existir, también en educación, y mucho me temo que el “momento Lomloe” lo es. Y yo ya soy lo suficientemente mayor para saber que no se puede desfreír un huevo.

Ferran Ruiz Tarragó

@frtarrago

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