«Carne a la vrasa» (sic) lucía la pizarra de un puesto de comidas de una calle de Barcelona. Este ‘gafe’ ortográfico, que sorprende y duele a los ojos, parece más propio de una educación deficiente que de un error tipográfico. Se presupone que un objetivo de ir a la escuela es aprender a escribir lo más correctamente posible, y, por supuesto, no hacer faltas de esta magnitud. Para ello hay que leer en abundancia. También es necesario que los maestros enseñen las normas ortográficas y hagan que los alumnos se imbuyan de textos adecuados, avisarles cuando se equivocan e insistir todo lo que sea necesario hasta que escribir correctamente «carne a la brasa» sea del todo natural.

En aprendizajes de este tipo veo poco espacio para las emociones. Esto contrasta con la idea, actualmente muy proclamada, que sin emoción no hay aprendizaje, que ningún aprendizaje tiene lugar sin la correspondiente carga emotiva. Está claro que hay que enseñar sin provocar emociones negativas que generen en el alumno aversión al tema, a la materia o el docente. Es también evidente que hay que evitar que el alumno se menosprecie a sí mismo por su desconocimiento o falta de competencia. Sin embargo no me consta que niñas y niños se emocionen con la «b» y la «v», ni con otros aprendizajes necesarios de naturaleza más o menos rutinaria. En un tiempo y un espacio lleno de abogados de la evidencia científica, prefiero ser prudente y admitir que quizás me faltan las evidencias adecuadas. [Al respecto, recuerdo que el profesor José Luis Sampedro hablaba de su incomodidad ante la dificultad de demostrar la evidente]. Lo que más he observado es la satisfacción del alumno cuando le dicen que lo ha hecho bien o que ha aprobado el examen. Me cuesta aceptar que los aprendizajes cotidianos en la escuela puedan basarse en emociones breves o duraderas, pero me parece fantástico que para alguien pueda ser así. Todavía recuerdo la emoción que me produjo entender cómo los teoremas de conservación fundamentales de la mecánica clásica se podían deducir de las propiedades intrínsecas del espacio y del tiempo newtonianos. Pero la emoción de lograr esta comprensión fue ante todo una emoción estética, poco habitual en mis estudios y por suerte más frecuente en mis lecturas. Así que, en general, más que emoción yo diría satisfacción por la comprensión intelectual de conceptos y situaciones y por la armonía de las ideas en conflicto (lo pienso así, aunque pueda parecer cursi).
Sin embargo, «sin emoción no hay aprendizaje» es un eslogan «educativo» que ciertamente se ha hecho muy popular, me temo que al precio de banalizar el concepto de emoción. Puesto a buscar una alternativa, encontraría más apropiada una expresión como «aprender genera satifacción», ciertamente menos contundente y de impacto mucho menor. Quizás deberíamos pretender y poner los medios para que el alumno se sienta satisfecho cuando aprende algo, por ejemplo, cuando le sale «brasa» sin tener que pensarlo dos veces ni utilizar un corrector. Como inciso quisiera poner de manifiesto que la noción de gusto de aprender, la afirmación de que llegar a saber es satisfactorio, está extrañamente ausente en las noticias habituales relativas a la vuelta al colegio propias de los comienzos de curso. El curso que recientemente ha comenzado no es una excepción. Medios de comunicación y redes sociales van llenos declaraciones de personas relevantes del mundo educativo sobre cómo están de contentos niños y niñas por el hecho de empezar el curso y reencontrarse con amigas y amigos. Mi modesta experiencia sin embargo me dice ningún niño mayor de 11 o 12 años tiene ganas de volver a la escuela. Y en cuanto a reencontrarse, muchos habrán estado en contacto a través de redes y juegos en línea, por lo que poco se han echado de menos. Claro que hay excepciones, pero de secundaria en adelante, la regla general es que ni chicas ni chicos tienen ningún tipo de entusiasmo hacia el colegio. Aceptan resignadamente que deben ir por sus padres y por las expectativas sociales y familiares puestas sobre ellos, y sobre todo porque no tienen otra opción. De la tópica alegría de volver a la escuela encuentro chocante que sólo se mencione la socialización. Nunca se hace referencia a la construcción del saber ni a la formación de la personalidad en el marco de la institución educativa. Nadie, ni los mismos docentes con voz pública, señalan que niños y adolescentes están contentos por reencontrarse con el aprendizaje y el conocimiento. Esta sincera omisión describe muy bien nuestra realidad.
Sigamos con los eslóganes. Un eslogan es una frase corta, a ser posible original y atractiva, que se utiliza como símbolo o consigna de una empresa o actividad con fines publicitarios o propagandísticos. He leído que el término inglés «slogan» deriva de una expresión gaélica que significaba «grito de guerra de un clan». Como tal grito de guerra, el eslogan siempre está al servicio de algo o de alguna causa, siempre hay intereses detrás suyo, y por eso es habitual en los ámbitos de la propaganda comercial y política. La política los utiliza intensamente sobre todo en periodos electorales. En las elecciones de 1977 el eslogan de AP fue «Fraga conviene» [aclaración para gente joven: AP fue el partido antecesor del actual PP]. En 1982 el PSOE empleó «Por el cambio». La hemeroteca de eslóganes políticos es inagotable pero basta con estos dos ejemplos lejanos para poner de manifiesto que los eslóganes son expresiones concisas, fáciles de recordar y que pretenden atraer a la audiencia a quien se dirigen. No pretenden informar, ni aclarar, ni hacer pensar. Ni siquiera tienen un significado claro o único, sino que la interpretación la pone el receptor de acuerdo con sus ideas y expectativas en un contexto político, social o personal concreto. Quien quisiera saber porque convenía Fraga o qué tipo de cambio proponía el PSOE, se lo tenía que imaginar o ir a buscarlo en otro lugar.
En el ámbito económico los eslóganes se pueden interpretar como consignas identificadores de estatus socioeconómico, estilo de vida y personalidad, como el eslogan «¿Te gusta conducir?» del fabricante de coches de alta gama BMW. Consumir o poseer objetos de una determinada marca puede crear un sentido de comunidad, exclusivista, cuando se trata de productos caros y lujosos. Sin embargo, en el caso de productos populares, la finalidad más corriente de los eslóganes es incitar al consumo. Hace justo 100 años, en 1921, los siempre pioneros creativos de The Coca-Cola Company crearon un eslogan memorable: «Thirst Knows No Season». La sed no conoce estación, no conoce temporada, es decir, siempre tenemos sed. El anuncio hace todo el mundo consciente de que la sed es permanente y que esta bebida proporciona una manera placentera de saciarla. Por si no era suficientemente claro, en 1923 hubo una nueva vuelta de tuerca con «Enjoy Thirst» (Disfruta la sed). Se debe reconocer que presentar la sed como motivo de placer es toda una ocurrencia. Muchos años después, en España, esta idea sería reciclada para Fanta en el anuncio «Da gusto tener sed». Recuerdo haber oído a mi abuelo mencionar con una sonrisa el gancho y el ingenio de esta frase. En definitiva, Coca-Cola es un icono cultural global por su eficaz propaganda y por muchos otros motivos, entre los que, en su momento, en Estados Unidos, destacó la avanzada tecnología de las máquinas expendedoras de botellas de refresco, es decir, frescas. La «religión» practicada por los bebedores de Coca-Cola tiene un lejano precedente histórico: Herón de Alejandría inventó la primera máquina de vending que funcionaba con una moneda. Corría el siglo I D.C. y el producto dispensado era agua bendita. [2]
La educación es un ámbito profesional y social de carácter global, lleno de conflictos de poder, políticos en sentido amplio. También es un ámbito de gran consumo porque todo el mundo ha probado el «producto» y tiene una experiencia propia. Siendo los eslóganes armas potentes e imprescindibles de las batallas por la competencia comercial, la acción política y la supremacía ideológica, no es de extrañar que la educación esté rellena de eslóganes con todo tipo de orígenes: gobiernos, partidos, docentes y asociaciones profesionales, investigadores, sindicatos, entidades y fundaciones, grupos de presión, etc. Por su elaboración puede que no tengan la fuerza de los eslóganes comerciales pero sin embargo muchos de ellos fuertes y persistentes, alrededor de los cuales se pueden articular comunidades perfectamente legítimas, junto con otras que pueden llegar a tener características sectarias. En un viejo artículo de 1979 en Perspectivas (revista de educación de la Unesco), mucho antes de la aparición de Internet, el historiador y filósofo de la educación Olivier Reboul avisaba que el eslogan se vuelve peligroso cuando bajo la máscara del sentido común, de la evidencia científica, de la exigencia revolucionaria, de la tradición establecida o del consenso general ya no incita el pensamiento sino que lo reprime. [3] Esto, que es bastante obvio en el eslogan político, me temo que, por la fuerza de las redes sociales y de Twitter en particular, ahora es muy frecuente en los asuntos pedagógicos.
«La educación cambia el mundo» o «Enseñamos personas, no materias» o «Cobrar según el rendimiento» (en referencia a los docentes, por supuesto, nunca a los administradores o a las élites de la educación) o «Libertad de enseñanza» son buenos ejemplos de eslóganes. A pesar de su potencial buena intención, son maximalistas y dificultan la conversación porque mostrarse en desacuerdo total o parcial es muy difícil. Quien quiera precisar o matizar frases como estas debería entrar en un nivel de razonamiento y de diálogo que no es practicable en la Red, sino que sería más propio de un debate público, de una conversación privada sosegada o de un documento escrito para explicar con detalle un posicionamiento personal o el argumentario de una organización que al respecto puede hacer planteamientos legítimos. Cualquier observación u objeción a lo que proclama un eslogan está condicionada por el formato de la interacción, que favorece que la Red se polarice o se oponga a quien se pronuncia en este sentido. Lo mismo se puede decir de otros eslóganes, como «Liderar para aprender», «Democratizar la educación», «No hay que memorizar informaciones que están en Google», «El error no tiene importancia», que tienen impacto independientemente de la concreción y fundamentación de las intenciones de quien los formula. No hay nada mejor que la ambigüedad para convocar a todo el mundo, para crear consenso o aparentar unanimidad, para dar por descontada la evidencia y presentarla como indiscutible. Los eslóganes son atajos intencionados que apuntan a determinados objetivos mientras borran dificultades y contradicciones, con un poder que no se puede menospreciar porque es más afectivo que racional. Citando de nuevo a Reboul, diríamos que en educación el eslogan es polémico, anónimo, somero, disimulador, ambiguo. Estas características no son accidentales. Son intrínsecas al eslogan que no puede prescindir de ellas, pues son su esencia y explican su poder.
Como he dicho antes, es posible que en educación el eslogan, más que expresar el pensamiento, contribuya a reprimirlo. Como decía el profesor José Luis López Aranguren, las palabras aisladas son palabras ficticias, son palabras vacías de significación, no dicen nada por sí mismas. Hace falta ponerlas en contexto de forma completa y precisa y mientras esto no se haga, pueden tanto significar una cosa como otra. [4] Es fácil tener ideas buenas o llamativas (propias o ajenas) y ponerlas a la Red pero lo es mucho menos cambiar la cultura y las instituciones, porque, al final, lo que cuenta y marca la diferencia no son las frases más o menos acertadas sino la capacidad de trabajar juntos, la capacidad de construir discursos coherentes y realistas y de avanzar a pesar de las inevitables discrepancias. Mucho me temo que el actual universo de eslóganes que infoxica [5] la educación no contribuye mucho en este sentido.
Ferran Ruiz Tarragó
[1] «Leer no contamina». La fotografía de un cartel en una puerta de Es Bòrdes (Val d’Aran) tomada el 13 de septiembre que acompaña este post, pone de manifiesto que también hay eslóganes educativos memorables y excelentes, que sin embargo no son los que leemos habitualmente. Aprovecho la ocasión para felicitar la autora o autor por su ingenio y darle las gracias.
[2] https://en.wikipedia.org/wiki/Hero_of_Alexandria
[3] «El educador y los eslóganes», artículo de Olivier Reboul en Perspectivas. Revista trimestral de educación. Vol. IX, núm. 3. Unesco, 1979.
[4] «Universidad española y universidades libres», artículo de José Luis López Aranguren en la obra colectiva «La Universidad», prologada por Pedro Laín Entralgo. Ed. Ciencia Nueva, 1969.
[5] Infoxicación, intoxicación y parálisis por exceso de información contradictoria, término muy interesante y útil que escuché por primera vez en boca de Alfons Cornella.