Walter Benjamin decía que cuanta más información hay y cuando más rápidamente se difunde, mayor es la perplejidad de vivir. Benjamin estaba preocupado por cómo la información crecía a costa de la sabiduría, por el gap creciente entre ambas. Yo me confieso perplejo y supongo que Benjamin también lo estaría si viera como somos arrastrados por aludes de informaciones y desinformaciones, por riadas de eslóganes, datos y hechos dispersos. Por eso, cuando me propusieron participar en el Coloquio Héloïse [1] (esta Nota recoge mi intervención), decidí no aportar información sino centrarme en algunas cosas sobradamente conocidas, a riesgo de decir trivialidades. Pido pues su benevolencia.
El programa del coloquio hace referencia a los itinerarios personales y pedagógicos de cinco grandes pedagogos catalanes y señala que su personalidad y obra ayuda a entender mejor y a poner en valor tanto la historia como su vigencia en el contexto contemporáneo. Sus nombres, Francesc Ferrer i Guàrdia, Rosa Sensat i Vilà, Alexandre Galí, Ramon Fuster i Rabés y Marta Mata i Garriga son suficientemente conocidos y estimados. Me permito añadir algunos más: Josep Estalella Graells, Pere Vergés i Farrés y Antoni Benaiges. A este último, maestro de la escuela rural de Bañuelos de Bureba (Burgos), lo hemos conocido hace poco por una reciente exposición en las Drassanes de Barcelona. Su magisterio y su pedagogía activa le valieron ser fusilado por los fascistas en 1936, a los 33 años. Cierro la necesariamente limitada lista añadiendo dos grandes figuras de la pedagogía europea: Maria Montessori y Célestin Freinet.
Con sus rostros de trasfondo, vale la pena explicitar algunas características comunes, esenciales, de este modélico grupo de maestros. La primera era estimar a los alumnos y trabajar con un altísimo nivel de compromiso por el desarrollo de la personalidad, valores, conocimientos, visión del mundo, alegría, bienestar y aspiraciones de niños y niñas, de chicas y chicos. Es meridianamente claro que para estos maestros trabajar no quería decir limitarse a lo que está mandado o establecido, sino que significaba pensar por su cuenta y actuar en consecuencia. No estaban conformes con el statu quo de la educación. Tenían claro que había que cambiar, mejorar, descubrir, reinventar … quizás deberíamos decir innovar, porque, de innovadores, ciertamente, lo eran. Aspiraban a cambios profundos, sustanciales y sabían, tal como posteriormente enunciaría William Edwards Deming, gran gurú del management empresarial del siglo XX, que innovar es mejorar la vida de todos.
Nuestros referentes pedagógicos no estaban dispuestos a esperar tiempos más favorables ni circunstancias más propicias. Era gente de remangarse e ir al grano, aceptando las implicaciones personales y vitales del conflicto con el statu quo y la reacción. De hecho, algunos lo pagaron con la vida. Aportaron ideas, elaboraron e implantaron modelos, reflexionaron sobre las prácticas. Escribieron, argumentaron, comunicaron, y, sobre todo, predicaron con el ejemplo. Por todo ello, por su manera de servir y de entender la educación, por la integración de visión, acción, compromiso, humildad y altruismo, han perdurado en el tiempo y hoy son referencia cívica, pedagógica y moral.
Vistas estas características comunes, puede ser bueno mirar estas personalidades a contraluz, es decir, observar rasgos comunes relativos a lo que no eran. No eran profesionales de la política ni estaban pendientes de los medios de comunicación o de la opinión publicada. Tampoco se ganaban la vida en administraciones educativas ni aspiraban a carreras funcionariales o académicas progresando dentro de los correspondientes escalafones administrativos o profesionales. Dicho en términos más actuales, no estaban pendientes de relaciones de puestos de trabajo, concursos, convocatorias, ayudas o tramos de investigación, ni de publicar en revistas de referencia. Ni tampoco soñaban con cuatrimestres sin docencia. Nunca aspiraron estar lejos de los alumnos para progresar en su carrera personal. Además, eran personas que querían y se interesaban por el saber pero no eran teóricos del conocimiento pedagógico per se. Su interés por el avance de las ideas pedagógicas no era abstracto sino en relación con el impacto tangible en la vida, el aprendizaje y el desarrollo de niños y jóvenes.
El ejemplo de estos referentes ayuda a poner de manifiesto que, siguiendo la formulación del profesor Agustín Escolano [2], en el canvas, en el tapiz donde se pinta diariamente la educación, trabajan y coexisten tres culturas, tres perspectivas, tres formas diferentes de entender y practicar el ejercicio profesional. En una palabra, tres maneras diferentes de ganarse la vida.
La primera es la cultura empírico-racional de los docentes y enseñantes. Enseñar no es un servicio prefabricado, no es la aplicación de una teoría o un método. En este sentido es una actividad empírica –todo el mundo reconoce el valor de la experiencia– que se racionaliza y ajusta de manera continua, haciendo lo posible para compatibilizar el conocimiento teórico, el mandato legal, el orden institucional, la realidad del alumnado y las condiciones del entorno. Por supuesto que no hay garantías de que esta compatibilidad pueda ser óptima o perfecta. De hecho, el proceso educativo está repleto de contradicciones.
Dado que proporciona un servicio de primera necesidad y gran demanda, la cultura docente está bajo la lupa crítica de las familias, el entorno inmediato y la opinión pública. Más que lupa, también está bajo el microscopio de investigadores, inspectores y órganos administrativos y fiscalizadores diversos. En otro sentido también es está en el punto de mira de entidades tales como grupos ideológicos, consultorías, empresas y organismos internacionales.
En segundo lugar tenemos la cultura legal-administrativa, la de los políticos, administradores y controllers variados. Retomando nuevamente Escolano, esta cultura proviene de los discursos políticos y de las prácticas normativas, financieras y administrativas que configuran la educación como sistema y las escuelas como instituciones. Las administraciones educativas canalizan la incorporación formal al sistema educativo de criterios políticos y opciones ideológicas, de criterios de gobernabilidad y control social. También se encargan de la supervisión del aparato humano, material y económico puesto al servicio de la tarea educativa.
La cultura legal-administrativa habla el lenguaje de las normas, los programas de actuación y los presupuestos. No ve el mundo en términos de personas sino de financiación, de indicadores y resultados, de oportunidades y urgencias, de opinión pública y controversia política, y, también, en términos de sus propias conveniencias y tacticismos. No en vano un criterio siempre subyacente y prioritario de su actuación es ejercer el poder el mayor tiempo posible y por tanto seguir disponiendo de una determinada manera de ganarse la vida. Además, jamás una burocracia se plantea disminuir su poder y mucho menos hacerse el harakiri, proclamar que es innecesaria o redundante.
En tercer lugar existe una cultura teórico-conceptual articulada alrededor del saber y el conocimiento formal. Es la cultura de los académicos e investigadores. Su hábitat es esencialmente la universidad. Mediante el discurso reflexivo y científico se ocupa del conocimiento teórico (usualmente especializado), de la creación, evolución e interrelación de ideas y conceptos, y también de su pervivencia a través de la enseñanza superior. El foco de la carrera profesional en la cultura académica es la investigación y la publicación en un entorno competitivo (ahora mucho más que antes). La presión que esto ejerce hace que la investigación universitaria tienda a valorar más la aportación individual teórica especializada que no la contribución sosegada, laboriosa y paciente a la construcción de las soluciones prácticas y efectivas que necesita la cultura docente. Lo que decía Stenhouse que el investigador de la educación y el docente deben compartir el mismo lenguaje hoy parece más irreal que nunca. Mireia Muntané, al presentar el profesor Meirieu al inicio del Coloquio, remarcó que Meirieu, para ver realmente qué pasaba en la enseñanza, dejó la universidad y fue a trabajar a un instituto.
Un libro conmemorativo de los 35 años del Cambridge Journal of Education recoge unas palabras de un académico, Tony Becher, que resumen muy bien esta problemática. Dice Becher que el dominio de la perspectiva propia de las instituciones de educación superior ha desligado la generación de conocimiento de los problemas de la vida de cada día de los enseñantes.[3] Incluso la propia docencia universitaria parece obstaculizar la investigación, el mecanismo crítico para sacar adelante la propia carrera profesional. Añadamos que la cultura académica tiene prestigio y audiencia pública, que algunos académicos cultivan con deleite. Sin embargo, a pesar de este prestigio, su propia actividad y forma de hacer generalmente no proporciona ejemplos aprovechables en el mundo educativo. Como decía un tweet popular, los centros educativos no van a la universidad a buscar modelos.
En definitiva, en el tapiz de la educación operan tres culturas diferenciadas, que vienen de muy lejos y tienen plena vigencia. Interaccionan entre sí, cada una con su propia autonomía y dinámica, pero mantienen su especificidad e independencia, dado que responden a misiones, dominios de iniciativa y responsabilidad, ejercicios profesionales, ámbitos de control, sistemas de gestión del tiempo y de retribución diferentes. Cada cultura tiene sus propios intereses y criterios de éxito. Además, son corporativas y se autoprotegen en relación al exterior.
El fracaso de las reformas radica en buena medida en la escisión, en la falta de diálogo real, profundo y desinteresado entre ellas. Los políticos, los teóricos y los administradores que proyectan los planes y estrategias de reforma no tienen suficientemente en cuenta el hábitat, el contexto y los condicionantes de los enseñantes encargados de su aplicación. Además, la participación de estos en el proceso normativo es mínima o irrelevante. En mi opinión, en la mejora sustancial de la interrelación de estas culturas es donde se juega la evolución del sistema y el porvenir de la propia educación como sistema público.
Mediante estas consideraciones he delineado, a mi manera, el problema de ser docente en una sociedad democrática en crisis, asunto que motiva esta Mesa. Obviamente no lo he encarado como una cuestión individual o de características personales de los enseñantes, sino como un interplay de tres culturas muy diferentes –insisto: culturas que son maneras de ganarse la vida; nunca se puede menospreciar la importancia de esto, que hace que la gente se aferre a su cultura–. Siguiendo esta línea quisiera terminar explicitando tres factores que tienen un impacto profundo en la tarea educativa de los docentes.
El primer factor es que el profesorado tiene una voz pública débil, desproporcionadamente pequeña en relación con la importancia de su trabajo, una voz pública que no se corresponde con la potencia real que pone en juego cada día. Sus organizaciones son económicamente precarias (comparadas con las de las otras culturas) y en ocasiones parecen jugar más en campo contrario que en el propio, es decir, se imbrican demasiado en asuntos específicos o en dinámicas políticas, sociales y mediáticas que tal vez les quedan pluralidad y credibilidad, y también energías.
Del profesorado podríamos decir que se habla pero que no habla, que no tiene voz significativa en la formulación de visiones políticas ni en los medios de comunicación. De los asuntos educativos hablan y escriben los que tienen tiempo para hacerlo: políticos, académicos, expertos, periodistas, sindicalistas … pero no los propios docentes. Ahora no es posible analizar esta carencia pero sin embargo quisiera resaltar dos factores básicos. Uno es la falta de tiempo. A diferencia de las otras culturas, el profesorado no tiene agenda propia, se la dan hecha y sobrecargada. El novelista Mankell lo expresa muy bien en uno de sus relatos: «El mañana estaba siempre tan cerca que se hacía imposible pensar en un horizonte situado más allá del final del trimestre siguiente».[4] Esto, que puede valer para muchas esferas de la vida, es particularmente adecuado a la situación del estamento docente.
Sin embargo no nos podemos esconder detrás de la inmediatez y la falta de tiempo. El propio colectivo enseñando es responsable de un importante déficit de articulación de conceptos y propuestas pedagógicas inspiradoras, profundas y sin embargo realistas de lo que conviene por los alumnos, lo que es bueno y necesario para ellas y ellos, propuestas expresadas en términos claros y comprensibles para la ciudadanía.
El segundo factor es la instrumentalización de la cultura docente por las otras dos. Quede claro que no estoy insinuando que los integrantes de estas actúan de manera tendenciosa o malévola, sino que dinámicas estructurales fuertemente arraigadas comportan esta instrumentalización. Me explico. En ámbitos políticos y académicos se habla mucho de la necesidad de fortalecer los centros educativos, de darles más autonomía, de hacer confianza en el profesorado y posibilitar múltiples iniciativas. Pero detrás de esto hay una amplia y no extinguida tradición de dirigismo y de instrucciones –más restrictivas de lo que públicamente se admite– en relación a lo que los centros educativos deben hacer y cómo deben justificarlo. Las burocracias viven de ello. Además, el uso abusivo de la informática para imponer y fiscalizar –aunque sea bajo el disfraz de transparencia, gestión eficaz y «rendición de cuentas»– es un caballo de Troya en la vida de los centros educativos.
La instrumentalización llega incluso a los procesos y métodos que los docentes deben aplicar en el aula. Obviamente hablo de una problemática bastante general, no sólo de lo que ocurre aquí. Es lo que Robin Alexander y colegas llaman «teoría estatal del aprendizaje» [5]: el profesorado tiene que hacer caso a todo lo que establecen los gobiernos, usualmente apoyados por expertos académicos. Deben otorgar su confianza y asumir formulaciones que pueden ser imprecisas, carentes de viabilidad o abiertamente contraproducentes en contextos reales, y en las que, además, no han tenido ningún papel en su formulación. Muy lejos queda la lección de Churchill que en nombrar Richard Austen Butler secretario de educación en 1941 le dijo que hiciera lo que fuera necesario pero que su poder acababa a las puertas de la clase.
En el fondo de esta instrumentalización hay una realidad en la que no me puedo extender pero que vale la pena al menos enunciar: la instrumentalización sale gratis. Ni la cultura político-administrativa ni la cultura académica nunca deben rendir cuentas ante el profesorado ni ante la sociedad en términos específicamente educativos del impacto y consecuencias de sus decisiones y propuestas.
El tercer y último factor con un efecto profundo en el profesorado es la falta de una clara visión de futuro de la educación, o, al menos, de la convicción de que colectivamente se está avanzando en este sentido. Sabemos sobradamente que la escolarización no fue diseñada para dar servicios a medida de las características, condiciones, personalidad e intereses de niños y jóvenes, sino para proporcionar una educación estandarizada por normas y estructuras generales con el menor coste económico posible. Sin embargo, a pesar del ejemplo de los pedagogos de referencia de este Coloquio y pese discursos como los vigentes sobre autonomía y competencias, la educación reglada continúa establecida y estructurada de manera tradicional. Hemos hecho leyes, hemos mejorado en muchos asuntos concretos (y esto es ciertamente importante) pero no hemos desarrollado nada sustancialmente nuevo en cuanto a visión del futuro de la educación.
Por ejemplo, no hemos desarrollado un concepto inclusivo de éxito en una sociedad con mucha diversidad y problemáticas enormemente complejas. No hemos establecido de qué manera se garantiza y se hace efectivo que todo alumno tiene siempre una propuesta que le permite tener un papel positivo (esto y el respeto intelectual son, en mi opinión, la clave de la proclamada –y remota– centralidad del alumno). El estatismo imperante en la visión de la educación impide afrontar lo que ahora mismo está pasando: la abrumadora potencia de captura de la atención del mundo digital puede estar haciendo perder la última batalla de la lectura como legítima y estimulante opción de ocio (que no de obligación escolar) de la inmensa mayoría de adolescentes.
Termino. Es innegable que los referentes de este coloquio, las personas que abrieron caminos, lucharon, inspiraron y dejaron un impacto enormemente positivo eran de la cultura de los educadores y enseñantes. ¿Qué dirían y cómo actuarían hoy? Pienso que estarían de acuerdo, mejor, estarían demostrando con hechos, palabras y ejemplos, que el progreso de la educación es esencialmente tarea de la cultura docente y que a la vez reclamarían que fuera asistida, favorecida y vigorizada por la acción de las otras dos.
Muchas gracias.
Ferran Ruiz Tarragó
[1] Del 7 al 9 de febrero de 2019 se ha celebrado en Barcelona el Col·loqui Héloïse , organizado por la Association Héloïse, l’Institut de d’Estudis Catalans, la Associació de Mestres Rosa Sensat, el Col·legi de Doctors i Llicenciats y otras entidades. El coloquio, titulado «Pedagogías de la democracia y de la resistencia en Europa en el siglo XX y hoy en día», ha contado con la participación destacada del profesor Philippe Meirieu. Esta Nota de opinión sigue el contenido de mi intervención en la mesa redonda «Ser docente en una sociedad democrática en crisis». Aprovecho la ocasión para agradecer a Mireia Montané y Carme Amorós su invitación.
[2] Agustín Escolano Benito (2006) La cultura de la escuela en el sistema educativo liberal. En «Historia ilustrada de la escuela en España». Fundación Germán Sánchez Ruipérez.
[3] John Elliott cita Tony Becher en el capítulo 28 del libro «Curriculum and the Teacher: 35 Years of the Cambridge Journal of Education», editado por Nigel Norris, editorial Routledge (2008).
[4] Henning Mankell, Sabates italianes. Col. L’Ull de vidre 26, Tusquets Editores, página 19.
[5] Robin Alexander (ed.) (2009) Children, their World, their Education. Routledge.