De la educación como servicio social

En el artículo anterior introduje el Report de William Beveridge, el informe que fundamentó la construcción de un «estado de servicios sociales» en el Reino Unido después de la Segunda Guerra Mundial. Estiraré ahora este hilo para explorar algunas conexiones conceptuales entre servicio social y educación.

Empiezo con una constatación no por obvia menos importante: los servicios sociales son esenciales para el funcionamiento de cualquier sociedad donde las personas tengan expectativas razonables de poder disfrutar de una vida decente y satisfactoria, con el Estado como protector de la dignidad y la libertad de todos los ciudadanos, independientemente de condicionantes personales, de estatus social y poder económico. Los servicios sociales sirven para mutualizar riesgos y soportes y contribuyen a facilitar las relaciones recíprocas entre las personas en el seno de la sociedad. No hay duda de que constituyen una inmensa conquista social de la segunda mitad del siglo XX, periodo que sin embargo es sólo un instante en términos históricos. Su futuro depende críticamente de la gestión de la economía y de la calidad de la gobernanza, de la democracia y de los valores de la sociedad.

Los servicios sociales son imprescindibles en la vida colectiva para que todo el mundo pasa por etapas donde depende directamente de otras personas. Por supuesto que nadie es autosuficiente en la infancia ni en la etapa final de la vida. Las personas también dependen de otras personas en situaciones y circunstancias como enfermedad, discapacidad, desempleo, desgracias sobrevenidas o etapas de transición. Ejemplos de esto último podrían ser el paso entre el paro y el empleo o la inserción laboral tras una condena. Incluso las personas más afortunadas ―en términos de salud, recursos económicos, éxito social, entorno familiar― en un momento u otro dependen de servicios proporcionados por terceras personas. Tener que conseguir atención y apoyo por medios exclusivamente privados (y, por tanto, sólo al alcance de los más ricos) sería la muerte de la sociedad, que ya no se podría considerar civilizada. Sin embargo este es un riesgo real y creciente para la continuada erosión de los servicios sociales que se sufre en muchas sociedades occidentales.

Ya desde la época de Beveridge el atributo o característica esencial para definir los servicios sociales es «necesidad». Cada servicio social hace referencia a un tipo de necesidad, de vulnerabilidad o de carencia que hay que paliar, o eliminar del todo, si es posible. La necesidad de curarse de una enfermedad grave lleva a la hospitalización y al desarrollo de una serie de protocolos médicos y asistenciales para sacar al paciente de su situación o, al menos, minimizar las consecuencias adversas. Personas discapacitadas o dependientes precisan de atención personal, que debe ser asignada y gestionada. Realizar estudios puede depender críticamente de obtener becas y ayudas. Es obvia la necesidad de ayudar a las personas que se quedan sin ingresos por falta de trabajo o porque han llegado a la edad de la jubilación. La necesidad de reciclarse para volver al mercado laboral lleva al establecimiento de programas formativos para parados. Familias «necesitadas» ―con condiciones socioeconómicas muy bajas― pueden recibir subsidios o, incluso, una vivienda social que satisfaga la perentoria necesidad de tener un techo propio. Se podrían mencionar muchos más ejemplos, testimonios de una amplia gama de necesidades personales cubiertas o paliadas por estructuras que atienden ámbitos concretos del «bienestar social».

La definición precisa de las necesidades que pueden ser atendidas y la gestión de los correspondientes servicios ha generado enormes colectivos burocráticos, que toman la forma de administraciones ―de la sanidad, de la ocupación y el paro y otros, también de la educación. El funcionamiento de estos «entes administradores de necesidades» parte de la base que cuentan con financiación y medios suficientes, personal adecuado y un liderazgo capaz de gestionar y supervisar con eficacia todo el aparato administrativo y profesional, logrando así los objetivos establecidos de acuerdo con unos protocolos, una temporalización y unos costes estrictamente planificados y ejecutados. Así es, al menos sobre el papel.

La «materia prima» del servicio social son individuos «portadores de necesidades», unas necesidades que han sido especificadas, parametrizadas y acreditadas (mediante normas, solicitudes, formularios, informes, entrevistas, certificados, observaciones, deliberaciones, sentencias, etc. ) La persona necesitada, el beneficiario o receptor del servicio, es en esencia un individuo objeto de un procedimiento administrativo y profesional. El proveedor del servicio precisa la naturaleza de la necesidad y cómo encaja en un categorización previa, determina qué hacer y actúa siguiendo el protocolo establecido de una manera impersonal, porque no puede hacer diferencias ni actuar arbitrariamente. En este proceso se da por supuesta la docilidad de los administrados ―los individuos «portadores de necesidades»― en el sentido de que estos aceptan el servicio que se les proporciona y se amoldan a la forma de actuar de los profesionales y de las instituciones. El servicio social actúa de oficio y la participación del usuario está condicionada por el protocolo establecido, tendiendo a ser la mínima imprescindible. Cuando las necesidades son complejas, cuando no encajan nítidamente en una determinada categoría (parado, enfermo, jubilado, etc.), por ejemplo, necesidades de una mujer con hijos pequeños que sufre violencia de género, que es diabética y está en la paro, la acción de los servicios sociales, para ser eficaz, requiere una coordinación altamente compleja y la implicación constante de la persona interesada.

En una óptica de provisión de servicios sociales es inevitable que la educación esté «empapada de necesidad», y, en consecuencia, que también lo esté de protocolos administrativos y de mentalidad de gestión. En esencia: el niño nace y no sabe nada. Necesita aprender infinidad de cosas. El entorno familiar inicialmente hace el grueso del trabajo pero inevitablemente, pronto o tarde, llega el momento de ampliar horizontes y enviarlo a la escuela. La familia tiene que trabajar (pocas no tienen esta necesidad) y por lo tanto tiene que escolarizar la criatura. En cualquier caso, el Estado, convencido y ufano de saber qué necesita la ciudadanía, impone la escolarización por un periodo largo de tiempo a la práctica totalidad de la población y prescribe contenidos y procedimientos. Todo esto se ha de llevar a cabo, gestionar y conducir a cuyo fin se dispone de un sistema educativo y de una administración educativa, convertidas en enormes máquinas inerciales que desarrollan propios. Es así como los sistemas educativos contemporáneos tienen ADN de servicio social. Su misión es sacar niños y jóvenes de una situación de necesidad (definida por una determinada concepción del conocimiento que les falta) mediante la instrucción y la socialización, al tiempo conseguir que aprendan valores, hechos y normas necesarias para el funcionamiento y la reproducción de la sociedad.

Que la sociedad haya construido este sistema es realmente admirable. Es una estructura digna de ser preservada, aunque cabe preguntarse si basta con ello para afrontar los retos actuales. Incluso, puestos a especular, ¿podría el propio sistema ser ―al menos parcialmente― un obstáculo para hacerlo con éxito? Con su planteamiento de base de servicio social, ¿tiene realmente suficiente potencial educativo cuando la diversidad actual es muy superior a la existente cuando se creó y las condiciones del entorno son sustancialmente más complejas y exigentes? Que antes pudiera ser considerado satisfactorio, ¿acaso garantiza que lo sea ahora? La mentalidad de servicio social que prescribe, aplica, administra y evalúa, ¿es suficiente para proporcionar una educación mínimamente personalizada y para implicar a todos los aprendices? Porque, dado que aprender es algo que tiene que hacer cada uno, ¿es acaso muy lógico esperar resultados óptimos de un sistema esencialmente pensado para actuar sobre las personas antes que con las personas? La actual dinámica de innovación educativa motivada por la insatisfacción con la vivencia cotidiana en muchos centros educativos, ¿no tiene mucho de reacción contra una educación detallada y protocolizada hasta un grado que la hace poco productiva o incluso contraproducente? En mi opinión, lo que estamos viendo ahora con la etiqueta innovación son intentos de redefinir la manera de satisfacer «necesidades» predeterminadas para conseguir una mayor implicación del alumnado en su propio aprendizaje, es decir, para intentar alcanzar mejor la misión de la educación.

La cuestión central es que los poderes políticos y las correspondientes administraciones educativas plantean la satisfacción de la necesidad de aprender con una mentalidad uniformizante y reglamentista, de arriba abajo, similar a la que caracteriza otros servicios sociales, sólo parcialmente suavizada por la acción de los centros educativos y por unas previsiones para tratar los casos y situaciones que no se ajustan a una teórica normalidad. Para paliar la ignorancia original del individuo, la ley determina que debe aprender (y, por contraste, que no es necesario que aprenda ―cuando yo estudiaba, no había ninguna «necesidad» de aprender música ni de tener ningún tipo de experiencia artística; tampoco de hacer prácticas de laboratorio o de trabajar en equipo). Además, la normativa especifica cuando lo que debe aprender, estratifica y gradúa los contenidos, decide cómo se deben demostrar los logros, establece o regula los lugares donde se realizará la actividad y financia más o menos íntegramente las personas y las instituciones encargadas de llevar a cabo todo el proceso. La persona necesitada de conocimiento, el alumno que no sabe, entra en un sistema donde todo está pensado y decidido, un sistema que en todo lo esencial funciona sin tenerla en cuenta, un sistema para el que la persona es, en el fondo, un usuario de un servicio. Si este usuario se adapta, todo va bien; si no lo hace, hay problemas. El profesional es sobre todo un agente del sistema, que actúa como establecen normas y reglamentos. Digan lo que digan los discursos políticos sobre la autonomía de los centros o la libertad de acción de los docentes, el sistema es tan vertical que el profesorado apenas puede interpretar o matizar la definición oficial de necesidad. Las normas curriculares y administrativas ―incluida la evaluación en sus diversas variantes― lo homogeneizan todo, y además eclipsan en gran parte los valores relacionales únicos e irrepetibles de la vida de los centros educativos.

Este es el núcleo del problema de la educación como servicio social: el sistema educativo (insisto que necesario e imprescindible) tiene el inconveniente de fundamentarse en una concepción de la necesidad de aprender establecida de manera demasiado antigua, protocolizada y uniforme, excesivamente ajena al aprendiz. Así, aunque sea involuntariamente, se perjudica el desarrollo, el aprendizaje y la satisfacción personal de los alumnos, así como la de los profesores, cada vez más presionados para convertirse en autómatas conminados a seguir instrucciones ya rendir cuentas. Leyendo la voluminosa producción legal y oficial sobre la enseñanza parece que los docentes tengan que salir de casa cada mañana con el objetivo de hacer un trabajo que consiste en aplicar normas. Pienso que este es el auténtico problema de fondo de la educación en el siglo XXI, porque afecta a la identidad y el comportamiento de las personas, sean alumnos, sean profesores. Para afrontar este problema hacen falta aproximaciones conceptuales, profesionales y políticas renovadas y potentes. Es pues el momento de revisitar Beveridge una vez más.

Cuando en 1942 Beveridge efectuó sus propuestas de futuro, el primero y uno de los pocos principios que siguió fue la determinación de ser radical. Literalmente dijo que un momento revolucionario en la historia mundial es un momento de revoluciones, no de poner parches (A Revolutionary momento in the world’s history is a time for revolutions, not for patching). En este sentido, ser revolucionario significa que, si bien hay que tener en cuenta la experiencia generada en el pasado, las propuestas de futuro no deben limitarse a los ámbitos, intereses y modos de pensamiento que han servido para generar esta experiencia. Lo que nos ha llevado a la situación actual es digno de análisis pero no contiene la semilla de la solución o del camino hacia delante.

Esta idea ya la formuló Einstein: no se pueden resolver los problemas con el mismo pensamiento que ha contribuido a crearlos. (De ahí la limitación intrínseca de la evaluación como instrumento de cambio en profundidad, asunto que espero tratar en otra ocasión. La evaluación no ilumina las zonas oscuras y desconocidas, no abre nuevos marcos mentales sino que recluye en los existentes). Para resolver los problemas educativos de hoy no basta con valorar la experiencia adquirida, retocar las descripciones de los procedimientos, informatizar la gestión de lo que ya existe (aumentando la intoxicación por exceso de datos) y barnizar el personal con una pátina formativa (nuevamente, concebida en términos de necesidad: como que los profesores no saben lo suficiente, se les debe formar ―honestamente, fuera de las aulas, ¿hay mucha gente con experiencia real en condiciones de hacerlo?). En cualquier caso, todo esto no sería suficiente porque los problemas no son de ejecución, sino de concepción de fondo del servicio.

Hay pues ser radical en el sentido de Beveridge: salir de rutinas intelectuales que lo sectorizan todo y repensar a fondo la forma de interpretar y satisfacer las «necesidades» de los alumnos (ámbito donde la edad es un elemento crucial), hacer proyectos serios de I+D educativo, y, muy especialmente, interpelar e implicar a todos (alumnos y docentes incluidos) y no sólo las élites ―la radicalidad también consiste en ser consciente de que sólo con estudios y pronunciamientos de las «élites de la educación», el sistema, en conjunto, prácticamente no avanza. La radicalidad, como pienso que se debería entender, admite una interpretación muy positiva, en las antípodas de cualquier connotación de oposición sistemática a lo que existe.

Quisiera ilustrar la necesidad de esta radicalidad con una historia anecdótica, que quizás resulte decepcionante por su irrelevancia desde el punto de vista del sistema y de los grandes discursos sobre la educación. Un compañero de escuela y de juego, desgraciadamente ya desaparecido, era un enamorado de la música y un apasionado del violín. De pequeño tenía clara su decisión de dedicarse a ello. Pero era pésimo en matemáticas, una «necesidad» educativa trascendental y selectiva, impuesta a los estudiantes de bachillerato sin matices ni excepciones. Suspendió la reválida de cuarto de bachillerato (lo que entonces se llamaba bachillerato elemental, a los 13-14 años) y por este motivo no pudo proseguir los estudios de bachillerato superior ni entrar por la vía canónica en el conservatorio. Aunque finalmente sería violinista titular en una importante orquesta, posición que consiguió con padecimientos y complicaciones del todo innecesarias, quedó siempre marcado por este hecho.

La falta de dominio de un corpus de conocimiento determinado, sufrir dislexia u otras dificultades de aprendizaje, no poder aguantar seis horas diarias en un pupitre, tener inquietudes que nunca son atendidas por la escuela o ser incapaz de saltar el potro son ejemplos, entre tantos y tantos que se podrían mencionar, de las limitaciones que conlleva la concepción uniforme, impersonal y en exceso detallada de lo que hay que saber y hacer para funcionar en sociedad. Mi compañero de escuela podía tener una gravísima incompetencia matemática (sospecho que no era ajena a los propios métodos de enseñanza) pero el sistema educativo despreció su potencial y lo abandonó, lo expulsó. No le valoró los aprendizajes en conjunto, ni la capacidad artística, ni su pasión y determinación. En este sentido, el sistema educativo hizo que su vida fuera menos exitosa de lo que podía haber sido y se merecía por su esfuerzo. Es innegable que hemos mejorado, pero mucho menos de lo que sería necesario porque, si lo hubiéramos hecho, no estaríamos todavía hablando de fracaso escolar y habríamos aclarado social y profesionalmente que significan éxito escolar y calidad de la educación.

Pienso que habría que explicitar muchos ejemplos en este sentido, no para hacer un deprimente catálogo de carencias del sistema educativo, sino para poner de manifiesto que no hay alternativa posible si no se construye a partir de narraciones de la vida de los alumnos que expliquen las consecuencias de dejar en segundo plano el estímulo de las capacidades y la implicación de la persona. Estas narraciones sólo las pueden hacer los docentes que cada día trabajan con chicos y chicas, en su caso con la ayuda de expertos o investigadores.

Nada de lo que he dicho en este artículo va en contra de que los Estados democráticos establezcan unas prescripciones básicas de lo que deben aprender los alumnos, según sus edades y estadios de desarrollo, en una sociedad y en una época determinadas, y de cómo deben acreditar los aprendizajes. Que lo hagan es comprensible y conveniente. Lo que ya no es tan aceptable es que pequen de estáticas y prolijas las prescripciones de lo que una persona ha saber porque administrativamente se la considere educada y pueda proseguir su camino. Como materialización de un derecho básico, el servicio social de la educación es imprescindible y enormemente valioso, pero es preciso que se libere de su subordinación a una organización vertical y en compartimentos aislados (típica de los servicios públicos del siglo XX), que ha llevado a la hegemonía de una concepción gestionaria y transaccional de la pedagogía.

Ante el envites de un mundo cada vez más neoliberal, el porvenir del servicio social de la educación requiere que los centros educativos sean capaces de construir, para cada alumno, una visión a largo plazo centrada en la adquisición de conocimientos, el desarrollo de capacidades, la construcción de intereses y el establecimiento de vínculos y compromisos. La radicalidad que se requiere hoy es avanzar en esta línea utilizando las instituciones existentes y los medios posibles (actuales, reestructurados y nuevos), reafirmando el valor del conocimiento, el rigor académico y la exigencia de esfuerzo intelectual. Sólo cuando la detección y el desarrollo de capacidades individuales se generalice como un eje prioritario de actuación ―al menos tan como lo es impartir clases para satisfacer las «necesidades» normativamente preestablecidas― se podrá decir que el servicio educativo ha emprendido el buen y beveridgianamente radical camino que nuestra sociedad precisa con urgencia. De momento, sin embargo, tengamoslo claro, estamos lejos.

Ferran Ruiz Tarragó

@ frtarrago

 

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